Poeta confesional, esposa abandonada, madre suicida, la trágica e intensa trayectoria de Plath puede verse como el reverso del sueño americano.
Podría ser el aviso publicitario de una bebida burbujeante de los años 50, pero no lo es. Tendida de lado sobre la arena, besada por un sol cenital, la muchacha mira a la cámara y sonríe con esa vitalidad que sólo las olas y la brisa marina pueden brindar. La imagen apenas varía en otra toma que la registra también sonriente y de rodillas en la arena, con el mismo bikini blanco y un flequillo gracioso, como de muñeca pin up. Tanta luz y tanta frescura y, sin embargo, una tragedia urdida en lo profundo, a punto de eclosionar.
Retratada en una infinidad de fotos que captan la plenitud de su juventud, la vida de Sylvia Plath (Boston, 1932-Londres, 1963) bien podría definirse, no obstante, como el reverso del sueño americano, un recordatorio trágico de que ser mujer y escritora, madre e intelectual, tenía un alto precio en aquellos años 50 en que la inminencia de la píldora anticonceptiva no alcanzaría, sin embargo, para librar a la mujer de estereotipos arraigados, esos que pocos años antes desmontaba con agudeza El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. Porque Sylvia, estudiante brillante de literatura, poeta de versos intensos, inquietantes, salvajes; Sylvia, la chica prodigio reconocida con premios que le abrieron envidiables posibilidades, no quiso renunciar a eso otro que temía pero también deseaba: un marido, unos hijos, un hogar. Al fin y al cabo, si los hombres podían tener familia y carrera, ¿por qué ella no?
Hoy, cuando se cumplen 60 años de su muerte –también en 2022 se conmemoraron los 90 años de su nacimiento–, parece buen momento para ir tras los pasos de la poeta maldita cuyo legado, desde aquella trágica madrugada del 11 de febrero de 1963, no ha hecho más que crecer y consolidarla como una voz imprescindible de la poesía contemporánea.
Los versos salvajes
Ríos de tinta han corrido desde aquel invierno de 1963 –el más gélido registrado en Londres desde 1813–, cuando Sylvia Plath decidió quitarse la vida en su apartamento del 23 de Fitzroy Road, no sin antes cerciorarse del bienestar de sus hijos dejándoles leche y sándwiches sobre la mesa de luz. Los detalles de aquella muerte, desmenuzados en loop interminable, parecen ya innecesarios. Pero algunos detalles sí importan: la separación del poeta Ted Hughes, un marido demasiado proclive al adulterio que abandona a Sylvia por la muy cosmopolita y también suicida Assia Wevill (Hughes es uno de esos casos curiosos de doble viudez por suicidio, algo bastante singular en verdad); la tarea titánica de hacer trabajo intelectual teniendo a su cargo, sin ayuda alguna, dos criaturas de escasos meses y años; la pobreza de recursos a expensas de un exmarido huidizo de sus responsabilidades al que Sylvia insistía en llamar, sin éxito, tiritando de frío en la fila de una cabina telefónica; un invierno inclemente en el que bañarse con agua caliente era un lujo reservado a los privilegiados (¿cómo hilar siquiera dos versos seguidos lavando pañales y ollas engrasadas con agua congelada?); el ritmo frenético con el que se volcó, durante sus últimos meses, a trabajar en su nuevo poemario, el póstumo (y mutilado por Hughes, bajo argumentos de dudosa autoridad) Ariel; la publicación, apenas unas semanas antes de su muerte, de su única novela, La campana de cristal, de una frescura infrecuente, autobiográfica, inoxidable en su historia de iniciación de una chica que cumple el sueño dorado de instalarse en Nueva York para trabajar en una revista, pionera imbatible de las llamadas escrituras del yo.
Pero antes de eso, antes de esos meses angustiosos y poseídos por la creación, hubo intensa vida en poco más de 30 años. Hija de un emigrado alemán, eminente entomólogo especialista en abejas, y de una aspirante a profesora de alemán de familia austríaca, Sylvia nació y creció en la muy universitaria ciudad de Boston, muy cerca siempre del mar. Esas coordenadas iniciales, el mar, las abejas, el elemento alemán, un padre muerto tempranamente, transitan una obra siempre reveladora del yo. El mar es una constante que no siempre asoma con el mismo signo. En el bellísimo “Point Shirley”, por ejemplo, las negras olas parecen devorar la casa de una abuela ya ausente; es una fuerza arrolladora que invade los espacios con inesperados obsequios de las profundidades: “el agua aquí bailaba, astillas / de nave entraban en el sótano / por la ventana; un tiburón yacía / herido, sobre los geranios” (a Sylvia le encantaba, al parecer, coleccionar estos preciados desechos de la marea). Esa presencia marina se extiende también a sus criaturas, donde la figura del pez –ese “ser psíquico” que, de acuerdo con Juan Eduardo Cirlot, remite a lo inconsciente– adquiere significación dada “su naturaleza doble”, entre el cielo y el mar.
Ubicado siempre entre dos mundos, el pez es una suerte de Otro que no puede vivir en el mismo mundo de los hombres porque, literalmente, se asfixia en él: una incompatibilidad, esta, que lo emparenta con la condición de la mujer en la sociedad patriarcal, y de ahí esa conciencia de subalternidad que transita la obra de Plath. Tal, por ejemplo, este pasaje de La campana de cristal en el que su protagonista, Esther Greenwood, se niega a aprender mecanografía para obtener algún puesto de secretaria, porque “el problema era que yo detestaba la idea de trabajar para los hombres de cualquier forma que fuera” y, en su lugar, prefería, ella misma, “dictar mis propias emocionantes cartas”. O cuando entra en una sala de partos del hospital donde trabaja su novio y se percata de la droga que, por entonces, se suministraba a las gestantes al momento de parir, y que tenía la curiosa capacidad de no eliminar el dolor, pero sí anular su recuerdo. “Pensé que este sería precisamente el tipo de droga que un hombre inventaría”, anota con fina ironía Esther, quien ya había sido advertida por otro médico de la inconveniencia de, siendo mujer, presenciar la escena. Este tratamiento paternalista hacia la mujer en la medicina de la época también quedará al desnudo, más tarde, en la experiencia de Esther como paciente psiquiátrica, habiendo sido Plath, como tantas otras mujeres de su tiempo (siempre tan emocionales y proclives a la histeria según la mirada patriarcal), una víctima del tratamiento de moda por entonces: el electroshock. Mal administrado, sin anestesia y de forma abusiva, la experiencia perseguirá a Plath durante toda su vida.
Una poesía del yo
Con su exploración de las turbulencias interiores, la poesía de Plath se enmarca claramente en la corriente confesional iniciada por Robert Lowell, a la que también adscribiría su colega y amiga Anne Sexton. Ambas mujeres no sólo compartieron andanzas, vocación poética y un mismo desgraciado desenlace vital, sino que se animaron a hurgar en temas hasta entonces tabú, desde la menstruación a la masturbación, sublimado todo esto con voracidad de ruptura. Y es por ello que una rápida consulta a la biografía de Plath arroja cierta luz sobre sus versos. Por ejemplo en “Daddy”, un poema extremo, durísimo, en el que la voz lírica evoca a ese padre cuya muerte, cuando Sylvia tenía apenas nueve años, supondría un punto de inflexión en su vida. No es la evocación añorante que podría destilar “El coloso”, otro de sus grandes poemas signados por la figura paterna, que da título a su primer poemario. La presencia de lo germánico, tan indisociable de la herencia familiar, ese idioma que a Sylvia le recordaba a un alambre de púas, aparece ásperamente aquí, en versos que se animan a incorporar elementos de la por entonces historia reciente, tales como los campos de concentración.
En el vínculo de sometimiento entre el padre nazi y la hija que se asume, quizás judía (Sylvia no lo era), parece haber una clara traslación a la relación entre Plath y Hughes, dado el peso desequilibrante que el matrimonio supuso para la autora, restringido prontamente su rol al de secretaria y correctora de los textos de su esposo, además de ama de casa y madre. Y de allí, entonces, estos versos: “Saqué de ti un modelo, / un hombre de negro con aire de Meinkampf / e inclinación al potro y al garrote. / Y dije sí quiero, sí quiero”. Porque al fin y al cabo, concluye la voz lírica: “Cada mujer adora a un fascista, / con la bota en la cara; el bruto, / el bruto corazón de un bruto como tú”.
Otro de sus grandes poemas, “Tulipanes”, vuelve a explorar la complejidad de un vínculo difícil. Es un punto de quiebre el que allí se plasma, y un momento de calma previo a la inquietud que destilan los tulipanes rojos que alguien ha dejado en la habitación. Pero es una calma inducida, en todo caso, propiciada por esas agujas brillantes que le traen sosiego en ese entorno monolíticamente blanco, de hospital. Una suspensión del cuerpo y de la mente que no parece disgustar a la voz lírica, contra la que no se rebela ni incomoda. Entregado su cuerpo a médicos y enfermeras/gaviotas, es como un grado cero de sí misma, un cuerpo que otros manipulan y observan; “un ojo” entre el doblez de la sábana y la almohada, esos dos “párpados blancos” que no terminan de cerrarse. Pero junto al neceser de charol aparece la foto de su esposo y su hija, cuyas sonrisas se clavan en su piel como “anzuelos sonrientes” (la referencia al pez, nuevamente), la enganchan perforando el disfrutable sopor inducido. Hay una contradicción, desde luego, entre la función del anzuelo, es decir, la de dar muerte al pez, y la valencia positiva que deberían tener las sonrisas de un esposo y una hija. Hay algo en ese vínculo, como esposa y madre, que incomoda, vulnera, punza.
Las abejas y la pequeña fauna, la naturaleza y sus criaturas transitan los versos de Plath de forma ambigua y hasta inquietante. En “Soy vertical”, por ejemplo, esa naturaleza parece contener la promesa de un deseado descanso: “mejor querría ser horizontal, / No soy un árbol con raíces hondas / en la tierra […] Resulta más normal, echada. El cielo / y yo trabamos conversación abierta, así seré más útil cuando por fin me una con la tierra / árbol y flor me tocarán, veranme”. Estudiosa del tema místico y ocultista, al igual que Hughes, Sylvia parece incorporar elementos crípticos, herméticos a su poesía, así como referencias al mundo clásico y su mitología. En todos los casos, hurgando ya en cuestiones de forma, esa “buena bárbara del norte” que fue Sylvia al decir de Jesús Pardo1 “pensaba poéticamente en imágenes y sonidos, no en medida y rima, y juntaba frecuentemente sonido y concepto”, palabras cuyos “múltiples ecos y sub-ecos” resisten, en buena medida, una traducción.
Chica rara
Bajo el pseudónimo de Victoria Lucas, Plath publica La campana de cristal, en la que su álter ego, Esther Greenwood, gana una beca para trabajar en una revista de Nueva York durante el verano de 1953 (Plath haría lo propio en la icónica Mademoiselle). Al igual que Plath, Esther había sufrido la muerte de su padre, tenía una madre que había hecho todo lo posible por sacar adelante a sus hijos, y había ganado tempranos reconocimientos. Pero algo no anda bien. Ya desde el comienzo de la novela le resulta indolente vivir en un hotel en Nueva York junto a otras chicas que tienen la áurea posibilidad de publicar sus textos, conocer gente interesante, ir a fiestas y darse una gran vida con todos los gastos cubiertos. Es consciente de lo envidiable de su experiencia en la ciudad más movida del planeta, pero un spleen de causa desconocida le hace vivir una realidad muy distinta, como aislada por una campana de cristal. Y es por eso que prefiere tirarse en el césped del Central Park o hacer de voyeur mientras su amiga baila con una conquista nocturna, mientras se pregunta por qué todo eso por lo que antes había luchado con obsesión perfeccionista ya no le importa tanto. Detecta entonces que “en lo único que destacaba era en ganar becas y premios”, pero “esa época se acercaba a su fin”; “por primera vez en mi vida […] me sentí terriblemente inadecuada […] siempre había sido inadecuada, simplemente no había pensado en ello”.
El contraste con la segunda parte del libro, es decir, el descenso de Esther al infierno de la enfermedad mental y la internación tras su primer intento de suicidio, es marcado. No obstante, cierto nexo no pasa desapercibido. Porque si al inicio de la novela una Esther hipersensible se horroriza al pensar qué se sentirá al ser “quemado vivo” en la silla eléctrica, tal el destino del matrimonio Rosenberg, acusado de espionaje para los soviéticos (un hecho estrictamente real que marca un mojón de la Guerra Fría), la segunda parte del libro comienza con la primera experiencia de Esther, traumática, con el electroshock: una triste coincidencia que sólo hace pensar, irónicamente, en la extraordinaria rentabilidad de los proveedores de electricidad de la época.
Pero volvamos a 1956. Entonces Sylvia vivía un año esplendoroso luego de graduarse y trasladarse a Cambridge para seguir sus estudios. En una fiesta conquistó al más lindo de la reunión, un poeta y quizás un alma gemela con quien viajaría luego en automóvil por Estados Unidos y pasaría una estadía idílica en Benidorm (España), en una finca con higueras, moruna, donde se tomaría aquellas fotos de bikini y flequillo pin up. El mundo le pertenecía, podía con todo, se devoraba la vida a grandes bocados. No podría haber intuido entonces lo que vendría: el desencanto, claro, pero también la gloria merecida, imperecedera, de unos versos, los suyos, tan salvajes e inquietantes como la vista de un mar espoleado por la tempestad desde un muelle solitario.
Fuente: La Diaria