Icono de la moda, diva con espíritu de cenicienta, a 30 años de su partida repasamos con especialistas la vibrante trayectoria de Audrey Hepburn y su influencia más allá de los dominios de Hollywood.
«Desayuno en Tiffany’s», la película más icónica de Audrey Hepburn con la que consolidó su personalidad cinematográfica. | Fuente: Europa Press
Hay una escena, al inicio de «Roman Holiday«, en que la princesa Anna, el personaje que interpreta Audrey Hepburn, debe saludar a un montón de personalidades políticas mientras permanece de pie con unos tacones altos. Pasan los minutos, y por debajo de su vestido ella se saca el calzado para darse un descanso, pero de inmediato vuelve a colocárselo. La vida de la misma actriz, fallecida el 20 de enero de 1993, hace 30 años, podría ser vista de esa manera: ante la presión de una industria que la volvió en una de sus estrellas más cotizadas, ella buscó en más de una ocasión quitarse esa zapatilla.
No fue la primera celebridad en busca de una vida cotidiana, alejada de los reflectores y del asedio de la prensa. Pero su caso resultó llamativo porque, al contrario de sus parejas, Audrey Hepburn nunca se tomó demasiado en serio su papel de diva. Priorizó, después de atravesar por abortos traumáticos, un rol alejado de los sets de rodaje: ser una madre a tiempo completo. Quizás la única pose conocida fue aquella condición que solía poner antes de filmar una película: que la vistiera Givenchy, de quien se convirtió en su musa. E incluso así, qué pequeña se ve esa exigencia en comparación con las de otras coetáneas.
¿Qué pudo haber contribuido a forjar una personalidad como la suya? El abandono de su padre, Joseph Hepburn-Ruston, cuando ella tenía seis años, fue un momento que marcó su infancia e influyó en las relaciones que tendría en adelante. Tal y como reconoció una vez: «… siempre me sentí muy insegura con respecto al cariño y muy agradecida por el amor recibido. Pero el abandono de mi padre en 1935 permaneció conmigo a lo largo de todas mis relaciones. Cuando me enamoré y me casé, siempre viví con el miedo de que me abandonaran».
Pero tan decisivo como el desamparo paternal fue haber sido criada bajo la férula de su madre, la baronesa Ella Van Heemstra, una mujer fría como un témpano, aunque preocupada por heredarle una educación exquisita (la matriculó en un internado a temprana edad) y una elegancia primorosa. «Mi madre no era una persona cariñosa. Era una madre fabulosa, pero había recibido una educación victoriana basada en una gran disciplina y una gran ética. Guardaba mucho amor en su interior, pero no siempre era capaz de exteriorizarlo», confesó la actriz en una ocasión.
La bailarina que sobrevivió
Aunque creció en el seno de una familia de raíces aristócratas, la Segunda Guerra Mundial alejó a Audrey Hepburn de las comodidades. En una Holanda ocupada por los nazis, su familia lo perdió todo. La actriz padeció el hambre, la escasez, las devacuaciones y conoció de cerca las deportaciones de judíos holandeses hacia campos de concentración. Pero en medio de esa grisura, su madre se preocupó por alentar en ella una pasión que la persiguió desde pequeña: la danza. Acabada la guerra, se mudaron de Arnhem a Ámsterdam para que continuara con sus clases y, después, partieron a Londres donde cursó estudios avanzados.
Urgida por dinero, la entonces bailarina consiguió empleo en «High Button Shoes», una comedia musical que iba a montarse en la capital británica y había tenido gran éxito en Broadway. A ese papel le siguieron otros en las tablas, y Hepburn, impulsada por Cecil Landeau, decidió aprender arte dramático de la mano del actor Felix Aylmer. Fue por aquella época, a inicios de 1950, que conoció a Robert Lennard, un cazatalentos que le abrió las puertas al mundo del cine. Firmó un contrato con la Associated British Films y así obtuvo sus primeros papeles en películas, en las que aparecía apenas unos segundos.
Su trampolín a la fama, sin embargo, no fue en la gran pantalla, sino en Broadway, cuando en 1951 se marchó a la meca del teatro estadounidense al ser fichada por la célebre novelista francesa Colette para que protagonice «Gigi». «De inmediato Hollywood se fija en ella y obtiene el papel estelar en ‘Roman Holiday’, de William Wyler», dijo a RPP Noticias el crítico Alberto Servat. «El éxito fue tan grande que no solamente logró convertirse en la actriz favorita del momento, sino que obtuvo el Oscar de 1953. Posiblemente eran su aparente sencillez y natural elegancia lo que la diferenció de sus colegas», agregó.
«Por un lado estaban las estrellas americanas como Elizabeth Taylor, Janet Leigh o Grace Kelly, y del otro las europeas como Sophia Loren y Gina Lollobrigida. Audrey marcaba distancia de todas ellas a través de una imagen impecable, una personalidad delicada y una nota de sinceridad que la acercaba a una legión de admiradoras compuesta por jóvenes y adolescentes que se identificaban con ella», opinó el también gerente cultural del ICPNA. A partir de la cinta de Wyler, sin embargo, Hepburn colgó las zapatillas de bailarina (solo se las volvería a poner en «Funny Face», donde compartió roles con su admirado Fred Astaire), pues su carrera encontró el despegue que necesitaba en el séptimo arte.
«Esta joven desconocida es mi Gigi francesa de la cabeza a los pies», dijo la novelista Colette de Audrey Hepburn, cuando la vio en el Hotel de Paris de Mónaco. | Fuente: Broadway
La «princesa» de Hollywood
De la princesa Anna en «Roman Holiday» pasó a ser Sabrina en la cinta de título homónimo que dirigió Billy Wilder. Después se sumó al elenco de la adaptación de «Guerra y paz» (donde compartió roles con su entonces esposo Mel Ferrer, de quien se divorció en 1968), y así su popularidad en Hollywood se fue cimentando al punto de que llegó a estrenar hasta tres películas por año (lo hizo en 1957, con «Love in the Afternoon», «Funny Face» y «Mayerling»).
Aunque al principio de su carrera interpretó a mujeres jóvenes que flechaban a hombres maduros —»siempre bajo una apariencia vulnerable pero también capaz de reírse de sí misma», como afirmó Servat—, lo cierto es que su registro le permitió explorar roles más desafiantes, como hizo en «Historia de una monja» o «The Children’s Hour». Esa capacidad fue reconocida por directores de la talla de Billy Wilder, Fred Zinnemann, Stanley Donen, entre otros, que vieron en ella un estilo actoral versátil.
En ese sentido, acotó la crítica de cine Leny Fernández: «Audrey podía ser una actriz muy sutil y expresar tanto con la mirada, y también permitirse detonaciones y mostrarse absolutamente frágil; podía servir tanto en comedias ensoñadoras como en proyectos mucho más dramáticos, donde mostró gran versatilidad. Tenía una facilidad para ir de la ternura a la desolación, de la concentración de las emociones hacia el estallido».
De ello puede dar fe el que quizás fue su papel más icónico, «Desayuno en Tiffany’s», la adaptación cinematográfica de la novela de Truman Capote que se estrenó en 1962. Aquel año, Audrey Hepburn ya había alcanzado el estatus de estrella y encarnar a la encantadora y excéntrica Holly Golightly le valió una cuarta nominación a mejor actriz en los premios Oscar. Volvería a tentar una estatuilla en 1968 por su actuación en «Sola en la oscuridad», después de éxitos como «Charada», «My Fair Lady» y «How to Steal a Million».
Para su papel en «Historia de una monja», Audrey Hepburn vivió en un convento francés, visitó hospitales psiquiátricos y una leprosería en el Congo. | Fuente: IMDB / Cortesía de MPTV Images | Fotógrafo: Bert Six
Hepburn, la modelo de a pie y activista
Si Audrey Hepburn alzó vuelo en la década de 1950 y en la de 1960 se mantuvo allá en lo alto del cielo hollywoodense, los años 70 significarían para ella un abrupto aterrizaje. Después de nueve años de ausencia, participó en apenas dos largometrajes («Robin y Marian» y «Lazos de sangre») y no porque no le faltaran propuestas: simplemente, decidió dedicarse por completo al cuidado de Sean y Luca, este último el hijo que tuvo con el psiquiatra Andrea Dotti, de quien finalmente se divorció en 1982.
Volvió a la actuación en dos películas más: «They All Laughed», en 1981, y «Always», que marcó su despedida del celuloide en 1989. Con 24 títulos en su carrera, sin embargo, su figura ya se había convertido en un símbolo de la cultura popular. «Aportó un nuevo modelo de mujer para la época, una que busca salirse de las reglas impuestas, ya sea por la sociedad o un orden preestablecido, una mujer que impone cierta modernidad», opinó Leny Fernández.
Amistad a prueba de fuego, Audrey Hepburn dijo una vez de Givenchy: «Es el único hombre que conozco verdaderamente íntegro». | Fuente: AFP
Su presencia, además, signó el mundo de la moda. «Ella fue un icono por lo simple y elegante que era, pese a ser una chica menudita, con un cuerpo delgado, no tan común para la época en que las divas de cine eran rubias, despampanantes. Audrey era una chica de pelo oscuro, más cercano para el público femenino. Su complicidad con Givenchy hizo que la mayoría de sus looks más importantes dejaran huella. Su estilo no era imposible de usar en el día a día», comentó la diseñadora Tana Rendón.
Hepburn fue una «modelo capaz de transmitir la vanguardia a la mujer común y corriente del mundo occidental», acotó Servat. Además, según el crítico, se «adelantó a muchas otras celebridades en temas del cuidado del medio ambiente y las causas sociales». «Su trabajo como embajadora de la Unicef fue más allá de lo decorativo y sus llamados de atención sobre la infancia abandonada, la desnutrición o la contaminación del agua fueron efectivos durante los muchos años en los que se dedicó a ello», añadió.
Rodeada de sus hijos y de Robert Wolders, su último compañero sentimental, Audrey Hepburn falleció a los 63 años en su casa de La Paisible, ubicada en el pueblo suizo de Tolochenaz, adonde se marchó para refugiarse de la fama y vivir apaciblemente su retiro. A quien alguna vez bautizaron como la «princesa de Hollywood» no le interesó llevar más una corona. La verdad es que nunca la necesitó.
Fuente: RPP