Una mañana de enero de 1883, dijo: “Nunca más volveré a trabajar en el banco. A partir de hoy voy a ser sólo pintor”. Ese día comenzó el trayecto hacia la gloria, previa travesía del infierno, de uno de los artistas más mitificados de la historia.
Hacia 1870, con sólo 25 años de edad, al cerrar cada tarde su despacho, Paul Gauguin salía del banco Bertin, donde trabajaba de liquidador, y atravesaba la rue Laffitte fumando un cigarro inglés, vestido con ropa cara, pantalones de tubo bien cepillados, botines charolados y levita de terciopelo con corbata de plastrón. Era la imagen del joven burgués respetable, envidiado, bien comido, con las mejillas sonrosadas y así al caer la tarde llegaba a casa, un hotel con jardín, en la calle Carcel, y le daba un beso a su mujer Mette-Sophie Gad, una danesa protestante, con cinco hijos. En el banco le permitían especular en Bolsa por su propia cuenta, lo que le producía unos cincuenta mil francos al año de ganancia añadida.
Esta fortuna de Gauguin le proporcionaba el placer de comprar cuadros de algunos pintores malditos que habían sido rechazados por el jurado del salón de la Exposición Universal en 1867. En este aspecto se notaba que no era un burgués como los demás. Por quince mil francos había adornado sus paredes con obras de Renoir, Cézanne, Monet, Pissarro, Manet, Sisley y de otros proscritos por la crítica del momento. De pronto, un extraño virus se apoderó de su espíritu. Después del trabajo en las finanzas, Gauguin se ponía un guardapolvo manchado y comenzaba a pintar. Al principio su mujer consideraba esta afición un mero pasatiempo, que toleraba a regañadientes, sobre todo si los domingos optaba por seguir ensuciando lienzos en lugar de llevarla al teatro o a pasear al Bois de Boulogne con sus hijos. Un problema grave con esta mojigata surgió cuando este artista aficionado pidió a su criada Justine que posara desnuda para él una noche.
Pero el asunto se agravó aún más al saber que uno de estos desnudos de Justine había sido admitido en el Salón de los Independientes y había obtenido una crítica muy favorable y emocionada del gran poeta Mallarmé, un éxito que acabó por romperle la cabeza. Una mañana de enero de 1883 Mette se extrañó al ver que no se levantaba de la cama para ir al despacho. Pensó que estaba enfermo, pero su marido le dijo con un tono resuelto: “Nunca más volveré a trabajar en el banco. He presentado la dimisión al director. A partir de hoy voy a ser sólo pintor”.
Ese día comenzó su trayecto hacia la gloria, previa travesía del infierno. Para satisfacer esta nueva pasión echó mano de los ahorros y al quedarse muy pronto sin dinero Gauguin ensayó la bohemia, pero su mujer no estaba dispuesta a soportar penurias, lo dejó solo en París y se fue con los cinco hijos a Dinamarca, a casa de los padres. Por su parte el artista reculó hasta Rouen donde la vida es más barata. Pintaba a medias con el hambre y cuando ya no pudo remediarla acudió con las orejas gachas a casa de sus suegros en Copenhague donde, no sin desprecio y tomado por impío, aquellos ortodoxos le asignaron un cuarto con un ventanuco apenas sin luz y en aquel trastero no tuvo otra alternativa que pintarse a sí mismo, su rostro con bigotón, la mirada torva de soslayo ante el espejo y su perfil de cuchillo.
En junio de 1885 Gauguin regresó sin dinero a la vida sórdida en París y vivió entre cuatro paredes, con una mesa, una cama, sin fuego, sin nadie. Buscó remedio largándose a Pont-Aven donde había una cuadrilla de pintores en torno a una pensión que concedía créditos a los artistas. Su dueña Marie-Jeanne Gloanec aceptaba cuadros por una cama y comida. Dando guindas con aguardiente a los pavos y pintando cerdos con colores para divertirse supo que uno de sus hijos había muerto y que su mujer tenía un cáncer, pero el artista rezó por el muerto, deseó que su mujer encontrara un buen cirujano y siguió su destino: algunas modelos posaban desnudas en la buhardilla de la pensión, pintaba bretonas y verdes paisajes con vacas sin conseguir vender un cuadro.
Un amigo, Meyer de Haan, había creado una fábrica muy rentable de bizcochos en Holanda. Gauguin acudió a su llamada, probó suerte, pero se aburrió enseguida. Sin que el virus del arte le abandonara se abrió hacia Panamá al amparo de unos parientes, trabajó en la perforación del canal, partió luego hacia Martinica y allí percibió por primera vez el viento salvaje y la luz pura de primitivismo. Fue una revelación. Volvió a París acompañado de un macaco que se haría su pareja inseparable. Iba acumulando cuadros que eran humillados en las galerías y en las subastas. Enamorado de la obra de Van Gogh partió hacia Arles para trabajar con él. Eran dos clases de locura que pronto entraron en colisión mediante continuas disputas, primero estéticas, luego con las manos. Al final de una trifulca Gauguin abandonó a Van Gogh y este en medio de la tormenta se cortó una oreja y se la regaló a una puta. Gauguin puso varios mares por medio hasta llegar a Tahití. Allí encontró entre la floresta a Tahura, su modelo ideal. La pintó obsesivamente. Expresó sus visiones en planos simbolistas sintéticos y con una carga magnífica de nuevos trabajos, instalada la felicidad e inocencia preternatural en unos cuerpos indígenas volvió a París para mostrar su nueva estética. El 4 de noviembre de 1893 expuso cuarenta y cuatro lienzos y dos esculturas en una galería de Durand-Ruel de la calle Laffitte. Los burgueses llevaban a sus hijos a la exposición para que se burlaran de los mamarrachos que pintaba un tal Paul Gauguin. Se decía que era un loco que hacía años había abandonado el oficio de banquero, a su mujer y a sus cinco hijos para dedicarse a pintar. La gente arreciaba en las risas ante cuadros de javanesas desnudas junto con el espíritu de los muertos. En una subasta se exhibió al público por error boca abajo uno de sus cuadros que representaba un caballo blanco. El subastador exclamó: y aquí ante ustedes las cataratas del Niágara. En medio de las carcajadas del público un marchante superdotado, Ambroise Vollard, pujó por el cuadro y se lo llevó por 300 francos.
Con la promesa de que este galerista le mandaría un dinero mensual para que siguiera pintando, cosa que no cumplió, Gauguin se despidió definitivamente de la civilización para volver al paraíso. La noche antes de poner rumbo a Tahití de nuevo le abordó una ramera en una calle en Montparnasse. Y de ella como regalo se llevó una sífilis al paraíso de la Polinesia donde se inició la gloria y la tortura.
Rodeado de los placeres de la vida salvaje y del amor de los indígenas, adolescentes felices, desnudas entre los cocoteros su pintura no necesitaba ninguna imaginación, pero su cuerpo había comenzado a pudrirse. Primero fue un pie, luego la pierna y finalmente el mal le subió hasta el corazón. Realmente Gauguin ya era un leproso cuando decidió adentrarse aún más en la pureza salvaje y se fue a Hiva Oa, una de las islas Marquesas a vivir entre antropófagos y es cuando sus lienzos alcanzaron la excelencia que lo harían pasar a la historia como uno de los pintores más cotizado. En el lecho de la agonía lo cuidaban unas jóvenes polinesias y a su lado estaba uno de los antropófagos llorando desconsolado, quien al verlo ya muerto le mordió una pierna para que su alma volviera al cuerpo, según sus ritos. Los indígenas rodearon la cabaña. Vistieron el cadáver a la manera maorí. Lo untaron con perfumes y lo coronaron de flores. Un obispo misionero rescató los despojos para enterrarlos en un cementerio católico. Bajo el jergón Gauguin había dejado sólo doce francos en moneda suelta. Eso sucedió en Atuona, el 9 de mayo de 1903, a sus 54 años. La obra de Gauguin se compone de unos trescientos cuadros y es sin duda hoy el pintor más cotizado de la historia del arte.
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