Debo confesar que a ratos me siento un poco desmoralizado: cada vez que me toca compartir un encuentro con curadores, funcionarios, galeristas o artistas contemporáneos, se reproduce la misma situación: luego de escuchar alguna de mis objeciones acerca de la validez de un zapato, una lata de sopa o un tiburón en formol presentados como obra de arte, me veo obligado a soportar la explicación entre admonitoria y piadosa de que el artista DEBE ser la expresión de su época, y de que el pluralismo de las manifestaciones artísticas es el gran logro del arte actual.
Para las voces autorizadas que presentan esa opinión como si fuera una ley física tan demostrada e inapelable como la ley de gravedad, la expresión “arte de nuestra época” condena al infierno del anacronismo a todo aquél que se atreva a pintar un retrato, un paisaje o una naturaleza muerta (invariablemente ridiculizados como cosas bonitas para poner encima del sofá), en tanto que la palabra “pluralismo” involucra la certeza de que todo es arte o que todo puede llegar a serlo.
El pluralismo brilla en las ferias, bienales, premios y museos de arte contemporáneo, comúnmente invadidos por un heterogéneo amontonamiento de videos, desechos industriales, materiales primarios como maderas, piedras, trozos de hormigón, planchas de metal, etc., productos del supermercado, pinturas (que para ser actuales deberán estar ostensiblemente mal pintadas), fotos, ruidos, luces y cualquier cosa o acción extraída de la vida cotidiana.
Cuando enfrento esas afirmaciones, procuro abrir una ventana a la racionalidad y el sentido común y recuerdo que el zapato, la lata de sopa y el tiburón en formol son vistos como arte cuando están adentro del museo, pero que al ser retirados de allí vuelven a su naturaleza intrínseca de objetos corrientes y banales.
En otras palabras, aunque el MOMA o la Tate los presenten como una obra de arte, un zapato siempre es un zapato, y una lata de sopa nunca será más que una lata de sopa.
Por otro lado, no tengo reparos en reconocer que el arte oficial está dominado por el paradigma de la ruptura con la tradición y el avance permanente, pero me parece oportuno y sensato señalar que el gusto artístico está muy lejos de ser una cristalización definitiva o una ley invariable de la historia del arte, vigente en todos los tiempos.
Lejos de eso, basta recordar que el paradigma neoclásico del siglo XIX consideraba al arte del Renacimiento como el modelo supremo a seguir, y que los artistas del Renacimiento, a su vez, procuraron emular el arte grecolatino que había florecido veinte siglos antes de la época en que les tocó vivir. Tanto en el Renacimiento como en el siglo XIX se buscaba, justamente, el ideal de un renacer del arte del pasado, exactamente lo contrario de lo que busca el arte del presente, cuyo impulso principal reside en el afán de negar el pasado y crear un nuevo arte basado en la nada.
Lamentablemente, el fruto de ese impulso negacionista, sustentado en la enternecedora credulidad de un mundo artístico convencido de que basta con llevar el zapato, la lata de sopa o el tiburón en formol al museo para que se conviertan en obras de arte, ha hundido al arte de nuestro tiempo en el tragicómico abismo de una estupidez sin fondo.
También me parece interesante y necesario señalar que el desmesurado relativismo de creer que cualquier cosa es pasible de ser declarada arte, ha logrado el raro milagro de eliminar el ejercicio de la crítica y el juicio de valor, inseparables de todas las creaciones humanas valiosas y genuinas.
Quiero decir con esto que frente a un partido de fútbol, un film cinematográfico o una novela, todos somos natural y espontáneamente críticos y emitimos juicios de valor: decimos que el partido fue buenísimo, que Messi es genial y que el arquero debería dedicarse a vender pizza; afirmamos que la película nos conmovió hasta las lágrimas o que es un bodrio fenomenal, y recomendamos ardorosamente la última novela de Auster o le advertimos a nuestros amigos que no se les ocurra comprarla.
Pero el pluralismo artístico que predomina en las ferias, los museos y los medios de prensa tiene otras reglas: en ese mundo, lo políticamente correcto es declarar que todo es genial: los artistas emergentes hacen preciosidades, los fotógrafos alcanzan la excelsitud, las performances e instalaciones son incisivas e inteligentes y los calamares podridos del premio Petrobras alcanzan una extraordinaria intensidad expresiva. Hace unos años, el primer salón Osde concedió los primeros premios a una pintura constructiva, una fotografía de una señorita acostada junto a un charco de agua, un cajón de fruta lleno de tierra (“La tierra prometida”) y un pequeño petardo colocado sobre un pedestal. Cuando le pregunté al organizador del premio y miembro del jurado cómo habían hecho para atribuir méritos y jerarquías entre cosas de tan diferente naturaleza, el hombre me respondió que el arte debía avanzar, lo cual me dejó aún más desconcertado, porque me pareció que hacer semejante mezcolanza de géneros y categorías era cualquier cosa menos un avance.
¿Cómo podrían actuar los jurados de un concurso de belleza si además de las dulces señoritas compitieran automóviles y productos de repostería?
Frente a un pluralismo tan excesivo, resulta obvio que lo único que podía pasar en el mundo del arte contemporáneo es lo que pasó: se hizo necesario abolir el espíritu crítico y los juicios de valor, por la sencilla razón de que si todo es arte todo deberá ser necesariamente maravilloso.
Y porque si se aceptara que algo no lo es, la duda alcanzaría irremediablemente a todo el resto.
Esto explica la desaparición de la crítica de arte que era tan habitual en los medios gráficos, cuando nadie se rasgaba las vestiduras si un crítico decía que la muestra de A era pésima o mediocre, o que B tenía demasiada influencia de Picasso o de Chagall.
Hoy, bajo el imperio del pluralismo, si alguien se atreve a decir que el zapato, la lata de sopa o los calamares podridos no tienen nada que ver con el arte, la guadaña conceptual le colgará los rótulos de reaccionario e intolerante, porque el hecho de aceptar que algo es malo, tonto o banal, significaría abrir el cauce a las opiniones independientes y legitimar la opinión crítica del público.
Y eso es algo que los legisladores conceptuales no pueden permitir.
Si alguien rechaza el arte regido por los valores supremos del espíritu de la época y el pluralismo será porque no lo entiende o porque no está debidamente informado, nunca porque ese arte pueda ser banal o insustancial, o simplemente estúpido.
Sin embargo, los que practican la intimidación intelectual de sostener que el arte está inexorablemente regido por inviolables leyes supremas, olvidan que el arte no es una ciencia exacta sino una necesidad del espíritu que puede florecer en las direcciones más inesperadas.
Lamentablemente para ellos, a pesar de los esfuerzos que realizan para prohibir y ridiculizar el arte del pasado, hoy mismo multitudes de jóvenes que visitan el Prado, el Metropolitan o cualquier otro gran museo de Bellas Artes ejercen su espíritu crítico, sienten que algunas obras les resultan lejanas e indiferentes y que otras los dejan mudos de admiración.
A partir de allí emprenderán el carril artístico que les marca su corazón.
Y no estarán equivocados.
Por Daniel Pérez. Arte y textos