El fin del libro

imagenPor Daniel Molina – @rayovirtual – Crítico cultural (Especial para «Río Negro«)

El 13 de junio de 1810, antes de cumplir los primeros 100 días de gobierno, la Primera Junta creó la Biblioteca Pública de Buenos Aires, que con el correr de los años se transformó en la Biblioteca Nacional. Gracias a varias donaciones, entre las que se destacaron las de Manuel Belgrano, el fondo de libros con que contó la biblioteca al cumplir sus primeros diez años fue de 15.000 ejemplares, lo que para América del Sur a comienzos del siglo XIX era una cifra considerable.

En el momento de la Revolución, en el territorio que actualmente ocupa la Argentina vivían unas 380.000 personas: una población menor que la que actualmente vive entre los dos barrios porteños más poblados (Caballito y Palermo). Éramos uno de los países más despoblados del planeta. También uno de los más pobres. También éramos el país que más lejos estaba de las principales rutas del comercio internacional. Pero aun en ese contexto paupérrimo los hombres que fundaron la patria apostaron a la educación y al libro como elemento civilizador.

Dos siglos más tarde la situación es muy diferente: el libro dejó de ser el centro privilegiado de la cultura contemporánea. Nunca antes se publicaron tantos libros como en la actualidad. Nunca se leyó tanto como en nuestra época. Nunca dedicamos tanto tiempo a escribir y a leer. Sin embargo, y a pesar de la masificación de la lectura y del auge editorial, ya no se leen más libros. El libro como objeto se masifica, a la vez que el libro como concepto está desapareciendo.

Antes del libro, la cultura tuvo soportes y formas de leer mucho más precarias. Antes de la imprenta, se leía y debatía en grupo, en voz alta, entre otras cosas, porque cada ejemplar costaba una fortuna. La biblioteca de manuscritos de Julio César, que reunía unas 2.000 copias, mostraba que era el hombre más poderoso y rico del mundo.

El libro surgió hace 500 años. Fue uno de los más grandes inventos de la humanidad. Permitió un avance formidable en el campo de la comunicación: la democratizó. Este nuevo soporte permitió algo que parecía impensable cuando sólo existían los códices y papiros: imaginar historias en las que los personajes tuvieran intimidad. Para eso fue necesario que se masificara la lectura silenciosa y se la realizara de manera individual. Esa experiencia hizo posible la existencia del Rufián Melancólico, de Madame Bovary y de Gregorio Samsa.

Un libro es un mundo encerrado entre dos tapas, aunque ya en el libro había un anuncio de esa forma de leer que hoy nos es tan habitual con los hipervínculos: la intertextualidad –que permitía leer entre libros, conectar mundos diversos, sospechar que quizás el universo estaba abierto–. Pero para que la intertextualidad funcionara era necesaria una mínima erudición (que, por cierto, no era tan mínima). No cualquier lector era capaz de conectar un libro con muchos otros.

Internet, que está cambiando todas nuestras prácticas y experiencias, ha transformado más radicalmente que ninguna otra la forma en que leemos. Vivimos conectados todo el tiempo: ya no leemos mundos cerrados (menos aún, entre dos tapas). Ahora conectamos fragmentos. Leer, en la era de internet, es una sucesión de conexiones inconexas. Pasamos de un texto a un video, de un MP3 a una imagen, sin solución de continuidad.

Los mundos virtuales son cada vez más populosos. Entre los diez territorios más poblados por la humanidad sólo tres son viejos países que tienen espacio en el mundo de los átomos: China, India y Estados Unidos. Los otros son todos virtuales, comenzando por el más poblado del planeta: Facebook, con sus 1.800.000.000 de miembros.

Sin darnos cuenta, somos radicalmente distintos de los que éramos hace 20 años: somos los que ya no podemos leer de la misma forma en que se hacía hasta fines del siglo pasado.

El libro no es un objeto: es una tecnología. Es decir, un libro es un mundo complejo: es una idea, una forma de leer y una forma de estar en el mundo. Ahora nos queda el objeto (ese que vemos reproducido por miles en los estantes de las bibliotecas y de las librerías), pero está vacío de sentido.

Ha cambiado tanto la forma en que leemos («conectar fragmentos, hasta cuando dormimos») que habría quizá que redefinir las ideas de vida y de muerte. Propongo que el hecho de vivir se defina como «estar conectados y conectando». Propongo que la muerte sea definida como «ser desconectado o desconectarse».

 

(*) Crítico cultural

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