Cuando leí el programa del Congreso Internacional de Psiquiatría al que me invitaron en Buenos Aires hace dos semanas, me dije: «Juemadre, esta gente está en las drogas».
Luego me di cuenta que mi visión de colombiano me estaba jugando una mala pasada en Argentina, país al que llegué hace un par de meses.
Pero volvamos al programa, que incluía charlas sobre cómo enfrentar situaciones complejas, cuáles son las implicaciones emocionales de la cibersexualidad y por qué el cerebro es agente principal de obesidad.
«¿Por qué le meten tanta discusión?«, se preguntaba este corresponsal venido de los Andes.
En Colombia, luego caí en cuenta, enfrentamos las complejidades evadiéndolas, resolvemos la cibersexualidad apagando internet y combatimos la obesidad poniéndole candado a la alacena o cerrando el pico (la boca).
O como le recomendó un colega y compatriota mío a una compañera desconsolada por su divorcio que se planteaba ir a terapia: «Qué terapia… Enciérrese dos días en el baño a llorar y ya se le pasa la tusa (mal de amor en colombiano)».
El punto, vengo a reflexionar con esta nota, es que los argentinos y los colombianos, en una dicotomía que quizá se pueda establecer entre sureños y norteños latinoamericanos, tenemos formas casi opuestas de resolver los problemas que están en lo más profundo de nuestros cerebros y corazones.
La terapia como derecho humano
El raro en Argentina es el que no va al terapeuta, mientras que en Colombia graduamos de loco al que visita un psicólogo o un psiquiatra.
La terapia emocional acá es parte de la canasta familiar, literalmente: los seguros médicos incluyen varias visitas al terapeuta cada mes y el Estado puede llegar a subsidiar medicamentos para combatir una depresión.
A mí me dio risa, una que probablemente compartiría con un paisano mío, cuando me enteré de que hay argentinos que van a terapia por no poder estudiar, estar indecisos sobre la compra de un auto o haber dejado a una pareja de unos cuantos meses.
Argentina es el país con más psicólogos per cápita del mundo: hay 145 por cada 100.000 habitantes, casi el doble que Dinamarca, el segundo en la lista. En Colombia hay 21.
Pero la psiquiatría (la rama de la medicina) acá también es una de las más prestigiosas (hay 15 por cada 100.000), y por eso el congreso al que fui en Buenos Aires es visitado por cientos de médicos de todo el mundo, que vienen con las ansias y la felicidad de un niño en Disney.
«Apaguen sus celulares por el respeto de estas brillantes personalidades», dijo la presentadora de la ceremonia inaugural en una prueba de que este evento, para mi sorpresa, no era el encuentro de un pequeño y quizá un poco excéntrico nicho.
Estaba al frente de hombres y mujeres extraordinarios; rigurosos estudiantes durante décadas de la conducta humana. Y mi velo de colombiano, que menosprecia las ciencias de las emociones, me impedía reconocerlo.
La última instancia
Porque en Colombia lo que tiene que ver con las emociones es considerado menor, o prescindible.
El que revela y le da importancia a sus sentimientos se suele ver como frágil. El deprimido carece de coraza, de fortaleza, de temple. Y puede sentirse avergonzado por sufrir una enfermedad de débiles, de blandengues.
Incluso la gente se burla del trastornado con expresiones como «se lo llevaron a Sibaté», un pueblo a las afueras de Bogotá donde décadas atrás había un lúgubre manicomio.
En general, nosotros vamos al psicoterapeuta en última instancia, o por derivación de un médico -digamos- tradicional.
En Colombia las artes, la filosofía y las ciencias sociales son áreas de segunda, frívolas. Lo que da réditos tangibles, en cambio, es prioridad. Porque pensar necesita tiempo, implica dolor y no tiene retribuciones inmediatas.
Lo bueno y lo malo
Patricia Saavedra es colombiana, vive en Argentina hace 7 años y es licenciada en psicopedagogía.
Algunas de mis teorías, que en realidad son impresiones, fueron corroboradas por ella.
«Los colombianos somos más de resolver nosotros mismos o buscar ayuda en gente de confianza«, me dijo. Los argentinos, por otra parte, «encuentran ese apoyo en el terapeuta».
Uno de los beneficios que Patricia encuentra de ejercer en Argentina es que acá «se ve al paciente con respeto, como persona, sin etiquetas patológicas«.
Y una de las cosas que le han sorprendido es que los argentinos sepan tanto de medicamentos: que puedan recetar un clonazepam para dormir o litio para un trastorno bipolar.
Acá, en efecto, las contraindicaciones de una risperidona son cultura general.
Mientras el argentino puede tener síndrome de hipocondriaco, los colombianos podemos tener anosognosia, la patología del que no reconoce la enfermedad.
Porque nosotros, en general, «somos» fuertes, rígidos, disciplinados. El argentino es existencialista, romántico, testarudo.
No creo que ninguna de las dos culturas sea del todo buena o mala.
El pragmatismo nos impide reconocer y aprender de nuestros errores, pero la excesiva introspección del argentino también puede llevar a la falta de iniciativa, al negativismo, a la intransigencia.
Por qué
¿Por qué somos como somos? Hay factores históricos, geográficos y un largo etcétera que explican por qué los colombianos vamos tan poco y los argentinos tanto al terapeuta.
En general, expertos colombianos me han dicho que el conflicto armado de al menos 50 años nos ha convertido pragmáticos y que la fortaleza de la institución familiar permite que en Colombia no necesitemos de algún outsider que nos diga quiénes somos.
En Argentina, por el contrario, los padres no pueden contestarle a sus hijos quiénes son, porque la mayoría son inmigrantes europeos con una identidad difusa.
Si es que «los argentinos están locos», como se suele decir, Patricia coincide conmigo en que los colombianos necesitamos un poco de locura.
Y los argentinos, lo dicen ellos mismos, tienen que dejar de «buscarle la quinta pata al gato«.