Esteban Echeverría vivió sólo 46 años y es una de las grandes marcas intelectuales del siglo XIX, un motor, fuente de inspiración narrativa, ensayística y política. Algunos agregarían su papel de poeta; Martín Caparrós no. El escritor, autor de esta novela llamada simplemente Echeverría (Anagrama), es también periodista y ensayista; quiso contar una vida y eligió la del autor de El Matadero . Dice que fue casual y sin embargo halló en el recorrido puntos de contacto personales, lecturas similares y una postal en construcción de la Nación que daba sus primeros pasos en el siglo XIX. Y esa vida Caparrós la ficcionalizó inspirado en la lectura de escritores franceses actuales, imaginando la intimidad de un hombre activo, un idealista, un romántico que dejó una obra aún leída y releída. Caparrós vuelve al personaje y a su época y devuelve aquí una canción para la muerte de un hombre exiliado, inconcluso en un país que recién comenzaba.
–¿En este libro hay un rescate personal, un homenaje a Echeverría, no?
–Yo no hablaría ni de homenaje ni de rescate. Claro que dedicarle un año a un personaje es un homenaje en sí, pero fue con la intención de apropiarme de él. “Sombra terrible de Echeverría, voy a evocarte…”. ¿A quién estaría ofreciéndole eso? ¿A un espectro? Es una memoria evanescente que a mí me interesó recuperar porque me servía para contar ese momento raro en que la Argentina decidió construirse una identidad. El país había pasado sus primeras dos décadas de confusión, peleas, independencia y por primera vez alguien se pregunta por la identidad. En América Latina eso sucedía menos, porque no hubo una ruptura tan brusca con la cultura española como la nuestra. Nuestros intelectuales de la época rompieron absolutamente con lo español.
–¿Qué faceta de Echeverría te interesó más: el escritor, el ensayista o el poeta?
–Era muy mal poeta y él lo sabía. Nunca había tenido la pretensión de serlo hasta que pensó que la poesía era la herramienta que necesitaba para crear una identidad. En París estudió poesía castellana, trató de entender cómo se escribía para ver si podía hacerlo pero sus grandes obras poéticas son malas: un poeta mediocre con una idea genial, que es inventar la literatura argentina. Toma temas decisivos. De algún modo informan todo lo que pasaría durante por lo menos cien años de literatura y ahí también hay una paradoja. El viene con una idea muy civilizada de crear una literatura a imagen y semejanza de lo que se estaba haciendo en Francia, Inglaterra, Alemania, el romanticismo. Busca un elemento de diferenciación que le permita que eso sea argentino y lo que encuentra es el desierto, el gaucho, los indios, los animales, la naturaleza como potencia. Tiene que recurrir a lo salvaje para crear lo civilizado argentino. Y todo ese color local, que es lo que informa su literatura, funcionó, durante casi cien años. Es muy curioso, Echeverría se murió en 1851, en un exilio en Montevideo, y justo cien años después Borges pronuncia su famosa conferencia sobre el escritor argentino y la tradición, donde dice que el color local es innecesario. Entonces, el ciclo del color local como base de lo argentinamente literario, ajusta un siglo, que podíamos fechar desde la muerte de Echeverría hasta la conferencia de Borges. E inversamente, la forma que de algún modo diríamos que sí dominó, le permitió producir su único texto que seguimos leyendo, que es El Matadero , que es un gran texto, pero tenía tanta desconfianza que nunca lo publicó. Es un texto póstumo, gracias a Juan María Gutiérrez que lo halló y publicó.
–En Echeverría confluye también una idea de democracia…
–Sí. En toda esa segunda mitad de los años treinta, Alberdi, Gutiérrez, Marcos Sastre reconocen a Echeverría como un líder o maestro. En El Matadero , leo un texto muy antiperonista: de algún modo, es la versión trágica de la cual el cuento de Bioy y Borges La fiesta del monstruo es la farsa. Son textos que resuenan uno en el otro. El Matadero me parece la primera gran crónica argentina. En El dogma socialista, una cosa que me llamó mucho la atención es que dice que la Argentina tiene una buena producción agraria, pero lo que hay que hacer es agregarle valor a esa producción por medio de la industria. Transformar esos productos de la tierra gracias a la industria, para que nuestra economía funcione mejor; 170 años después seguimos diciendo lo mismo. ¿Cómo puede ser que el poroto de soja se vaya sin procesar? Es bastante impresionante.
–¿Y cómo imaginaste al Echeverría que viene de París? Hay algo del argentino que va al centro del mundo y del viaje del intelectual, ¿no?
–Fue un aliciente fuerte enterarme de que se había pasado entre los veinte y veinticinco en París, porque yo hice más o menos lo mismo. Entonces me identifiqué, estúpidamente, bastante. Y sin embargo, cuando me puse a trabajar más sobre el personaje no encontré nada de París. Su vida allí debe haber sido muy rara, porque no la cuenta. Manda un par de cartas cuando llega, y después nada. Es un período muy oscuro, creo que debe haber tenido una vida un poco marginal, no debe haber conseguido integrarse en los espacios en los que le hubiera gustado, no pudo estudiar en la universidad, sino en institutos, iba a charlas.
–¿En qué espejo te miraste para escribir este libro, trabajar este género?
–Andaba con ganas de contar una vida. Lo había hecho alguna vez: Ansay o los infortunios de la gloria , mi segunda novela, es un poco eso; Valfierno , también. Había leído Peste y Cólera de Patrick Deville, a Emmanuel Carrère, a Jean Echenoz. Cuando me crucé con Echeverría, dije: “este me gusta…”. Y lo encaré con esta idea muy Echenoz, de hacer un texto concentrado, de algún modo llano, cien, ciento cincuenta páginas… No pude.
–Y también tomás elementos del periodismo, ¿no?
–El periodismo es una forma de la literatura, tan literario como la ficción. Mi operación de escritura con un texto de ficción o un texto de no ficción son semejantes. Lo que es diferente es el referente y el pacto de lectura. Pero la operación de escritura es la misma. Encontrar un estilo que se adapte lo suficientemente bien, que se imbrique en aquello que va a ser contado, como para que cree ese conjunto que llamamos un buen texto.
–Y tomás elementos del perfil…
–Más que de cuadricular en géneros, trato de romper con todas esas vallas genéricas. A mí me interesan los textos cuya definición genérica sea más confusa, más difícil. Prefiero pensar que esas distinciones se disuelven, y lo que hay es un texto, que tiene de esto, lo otro y lo de más allá, y que no importe eso.
–La influencia de Voltaire en Echeverría es algo que elegís incluir en particular. ¿Por qué?
–Yo trabajé bastante sobre Voltaire, en los años ochenta. Traduje y prologué una ficción, El ingenuo, y un ensayo, Filosofía de la historia . Y cuando encontré que Echeverría lo frecuentaba de algún modo, fue otro punto de cercanía. Sólo que en su caso era casi inevitable porque todavía Voltaire era un intelectual ineludible. Cuento el encuentro de Voltaire con Casanova, que se atrevió a decirle: “Yo sé que usted admira al gran Horacio, cuyos preceptos respeta y cumple, todos salvo uno”. “Ah, sí… ¿Cuál?”. “El de escribir contentus paucis lectoribus ” (escribir para el contento de pocos lectores). Y entonces Voltaire le contesta: “Si Horacio hubiera tenido, como yo, que luchar contra la ira de la superstición, tampoco habría podido escribir para el contento de pocos lectores”. Es la definición del rol que se atribuye el intelectual moderno. Que tiene una pelea que lo obliga a salir de su lugar de literato más o menos exquisito, para ampliar las formas de discurso y llegar a todos a los que tiene que comunicarles la misión. Y Echeverría toma a Voltaire como una especie de modelo a seguir: deja la poesía en el 36 para meterse de lleno en la Asociación de Mayo y en la escritura de esos textos que después serían El dogma socialista. Se lo tomó tan en serio que terminó exiliado.
–Pero esos lugares de pensamiento eran un poco elitistas. ¿Estaban fuera de la sociedad, de algún modo?
–Cómo definirlo, ¿no? Lo que uno ahora entendería por sociedad era una aldea de cuarenta mil personas, cincuenta mil. La gente ahí que sabía leer y escribir serían cinco mil, eran una elite, obviamente. Mucho más popular era el discurso rosista, que no se dirigía en absoluto a los letrados, que tenía el apoyo de algunos pero que no estaba dirigido a ellos. Y los antirrosistas formaban parte de un sector socialmente más favorecido. No era un espacio, una sociedad como podría haber sido en países europeos donde empezaba a haber una clase baja con cierta conciencia política, con cierta instrucción que le permitía desarrollarla. La misma elite a la que pertenecían Echeverría, Alberdi y demás incluye a Rosas, Encarnación Ezcurra o la clase alta porteña, con mucho más campo, más dinero y posesiones que la elite de la Asociación de Mayo.
–¿Cómo eran y qué papel cumplían las mujeres alrededor de Echeverría?
–Las mujeres son casi lo más ficcional. Hay algún registro de sus amores desgraciados, como esa chica que él había embarazado y que murió. Tuvo una hija y nunca se supo con quién, por ejemplo. Era una sociedad donde las mujeres estaban en un segundo plano y al mismo tiempo existían mujeres excepcionales como Encarnación Ezcurra, que es tan claramente Eva Perón. Fue la esposa de Juan Manuel de Rosas, la que de algún modo armó toda la conspiración para que terminaran dándole a él la suma del poder público. Rosas llegó con esa conspiración ya armada por su mujer, muy 17 de Octubre. Cuando murió tuvo unos funerales estrepitosos, a la manera de Eva Perón, y también así se convirtió en una especie de santa laica, que seguía guiando el movimiento. Hay una serie de semejanzas un poco impresionantes…
–¿Cómo ves a Echeverría exiliado, observando Buenos Aires desde Montevideo?
–Un poco desesperado. No sólo vivía muy pobremente sino que además dejó de ser ese personaje de referencia que había sido en Buenos Aires. Y debía verlo con esa desesperación de comprobar que nada terminaba de cambiar, y que algunos de los que habían estado contra Rosas se entregaban, digamos, porque ya les parecía que no había manera. Y sin embargo, escribe allí El dogma socialista . Creo que deben haber sido años un poco tristes, sin duda, y crueles, más crueles aún en la medida en que se murió un año antes de que Rosas cayera y él pudiera volver. Es como una burla, que sus amigos terminaran con grandes logros: Sarmiento y Mitre presidentes, Alberdi escribiendo las Bases , armando la Constitución …
–Ahora, cuando vos elegís el personaje, ¿también elegís una época interesante?
–Es difícil encontrar épocas que no lo sean. Son muy raros los tiempos que no son interesantes. “Le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”, decía Borges.
–Estamos en estos días de tanta repercusión del Nobel a Bob Dylan. ¿Cómo hubiera sido el lugar del intelectual de Echeverría hoy?
–Recuerdo una contratapa que publiqué en Página/12, probablemente hacia 1993, diciendo que el papel clásico sociopolítico del intelectual ahora lo jugaban los cantantes de rock, actores y gente por el estilo. Nosotros seguimos escribiendo lo que podemos, tratando de entender ciertas cuestiones, o de pensar por lo menos con el utópico fin de entender ciertas cuestiones. Pero los que tienen ese rol de comunicarlo o de hacerlo circular de una manera más general no somos los escritores, ni los que formamos parte de la cultura letrada. Esa parte del intelectual moderno, digamos, la de no hablar para el contento de pocos lectores, sino para que te entiendan todos, para pelear contra la ira de la superstición, eso no lo hacemos nosotros. Pero en la época de Echeverría, todavía sí, el letrado era el que cumplía, dentro de las posibilidades de la época, ese papel también.
–¿Qué hacés si te llama el presidente Macri y te dice “necesito que trabajes conmigo”?
–Yo creo que por algo no sucedió. Yo he tenido algunas charlas con Macri, en el pasado. La última hace cinco años. Nunca estuvimos muy de acuerdo, en casi nada. Entonces me parece que por eso ese llamado es un poco inverosímil, no tendría por qué suceder.
–¿Hay lugar para los intelectuales en este gobierno?
–No parece que haya demasiado. Están en esta especie de canto a la gestión y a la felicidad, que no parece dejar demasiado espacio para el pensamiento crítico, al que ven como una de las formas de la infelicidad. A mí lo que me interesa como intelectual es el pensamiento crítico, no cantar loas, tranquilizar y aliviar y tratar de convencer de lo amable que es todo. Cosa que parece ser en principio la política pública de este gobierno.
–¿Y hubieras encajado en Carta Abierta, por ejemplo?
–No porque estaba en contra de muchos postulados, de la práctica que esos postulados intentaban disimular. Era gente que hacía malabarismos extraordinarios para justificar la práctica de un gobierno que no hacía nada de lo que a nosotros, a ellos por un lado y a mí, nos hubiera gustado que hicieran.
–¿Qué dejó el kirchnerismo, en ese sentido?
–Yo intento encontrar algo positivo para verosimilizar mi columna de lo negativo. Y no tengo suficiente imaginación. Sin embargo, en la columna de lo negativo pondría antes que nada el desprestigio del discurso de cambio social. Me parece que lo peor que dejó es eso. Esta posibilidad tan fácil de ligar el discurso de cambio social con la corruptela, la simulación, la pobreza, toda una serie de defectos que contradicen ese mismo discurso. Cerró las posibilidades de reproducir o extender esa idea de cambio, yo creo que por varios años, en la Argentina.
–Ideas como la de “pobreza cero” tampoco te cierran…
–No. Lo de “pobreza cero” es un disparate. No sé a quién se le ocurrió proponer eso y a qué necio se le ocurrió adoptarla, porque después se sorprenden de que la gente no crea en las promesas de los políticos. Si le estás prometiendo algo imposible a la gente no tiene sentido que trate siquiera de creerte. No existe la pobreza cero dentro de los sistemas capitalistas contemporáneos, ni siquiera en Noruega o en Alemania. Entonces por qué vas a prometer que vas a llegar a algo a lo que no podés llegar. A menos que decidas cambiar radicalmente la estructura social y económica, redistribuyas todo el dinero que hay, y sobre todo el tuyo… Y efectivamente lo podés hacer, pero no es lo que van a hacer, ya lo sabemos. Entonces no hay forma de que lo consigan, porque ponen un objetivo que saben que es falso. Pero que no sea mentiroso, porque entonces lo que hacés es incitar al público a no creer en lo que decís. Si además lo completás diciendo que el segundo semestre va a ser próspero y no lo es, que va a haber un blanqueo y no viene nadie, la verdad que está jodido.
–A pesar de todo, ¿vivimos tiempos interesantes?
–Vivimos tiempos globalmente interesantes. Un poco preocupantes. Hay reacciones nacionalistas, xenófobas, racistas, y está esa falta de imaginación sobre el futuro, que para mí es la marca de la época. Es una época que no tiene una idea de futuro, y que por lo tanto le teme. Hablamos de futuros técnicos. Y no conseguimos pensar cómo va a ser la sociedad en que esas técnicas se desarrollen. Era más fácil vivir en un momento que ya sabía cómo era el futuro que quería, y eso sucedió hasta 1980, 1990. Ahora no lo sabemos, estamos inquietos, incómodos, pero al mismo tiempo esto de estar buscando es muy atractivo.