Lo popular y lo culto en la matriz del tango.
Por Mariano Suárez.
Fue uno de los músicos de tango más importantes del siglo XX un gran referente para otros músicos.
A 20 años de su muerte, la figura del bandoneonista y compositor Astor Piazzolla impone una certeza: ya nadie escribe tango sin acudir a su referencia y, a la vez, por el enfoque personal de su estética, su huella es difícil de seguir sin incurrir en la copia o en los límites del ejercicio de estilo.
Con la ambición de cruzar el lenguaje de lo popular y lo culto, Piazzolla emergió del mejor linaje de la tradición tanguera -la orquesta de Aníbal Troilo- e impulsó una transformación que lo desplazó del reconocimiento inicial al refugio en otros lenguajes para, finalmente, volver al cánon que hoy ocupa.
Su legado trasciende un género (las bateas universales de Amazon lo ubican simultáneamente en las categorías del tango, el jazz, la música clásica y la «world music»), pero la pericia compositiva y la amplitud de su enfoque prevalecieron por afirmarse en ese lenguaje popular y local que tan bien conocía a pesar de su crianza neoyorquina.
Formado en la música erudita y entrenado en el discurso musical del jazz, Piazzolla impregnó al tango de una estética más rica y compleja, con un estilo singular y poderoso que combinó elementos nuevos con el pulso natural del género. Fue un derrotero árido y, por momentos, errático. Astor Pantaleón Piazzolla nació el 11 de marzo de 1921 en Mar del Plata; vivió 71 años en los que modeló una obra con alrededor de mil composiciones originales.
A los 8 años, su padre le regaló un bandoneón e inició sus estudios, que tuvieron una etapa esencial en Nueva York (donde su familia se radicó entre 1925 y 1936) bajo las enseñanzas del pianista húngaro Bela Wilda, discípulo de Rachmaminov.
La historiografía del tango se complace en destacar su temprano encuentro con Carlos Gardel en Manhattan, en 1934. Fue durante la filmación de la película «El día que me quieras», donde Piazzolla interpretó a un canillita.
Detrás de escena, el joven Astor le mostró a Gardel su pericia con el bandoneón. «Vas a ser grande, pibe, pero el tango lo tocás como un gallego», sentenció el cantor.
La biografía novelada de Diana Piazzolla -hija del bandoneonista- completa el diálogo. «Al tango todavía no lo entiendo», confiesa el jóven Astor, y Gardel retruca: «Cuando lo entiendas, no lo vas a dejar». De vuelta en la Argentina, Piazzolla inició en 1941 una etapa de estudio decisiva: teórica con Alberto Ginastera y práctica con la orquesta de Troilo, donde fue bandoneonista, primero, y arreglador, después.
A menudo Troilo debía moderar sus composiciones para no espantar a la ortodoxia tanguera y, sobre todo, para aplacar las quejas de sus propios músicos, que necesitaban horas de estudio para llevar al escenario las partituras del bandoneonista.
En 1944 abandonó la orquesta de Troilo para formar una propia, que acompañó al cantor Francisco Fiorentino, pero la experiencia sólo duró hasta 1949 cuando Piazzolla, decidido a investigar nuevos horizontes artísticos, abandonó el tango y el bandoneón para estudiar otras sonoridades. Tenía 28 años.
En París, mientras estudiaba con la prestigiosa pedagoga Nadia Boulanger (la misma que también le enseñó a Miguel Angel Estrella) encontró su estilo personal y se reconcilió con el tango.
Volvió a la Argentina en 1955 y formó el Octeto Buenos Aires (dos bandoneones, dos violines, contrabajo, cello, piano y guitarra eléctrica), que fue motor de innovaciones compositivas y significó la ruptura definitiva con el formato tradicional.
La revulsiva experiencia del Octeto continuó apenas hasta 1958, cuando Piazzolla lo disolvió para emprender un viaje a Nueva York donde trabajó como arreglador. De esa etapa surgió el célebre «Adios Nonino», escrito a raíz de la muerte de su padre.
De nuevo en Buenos Aires, ya en los `60, Piazzolla conformó el Quinteto que fue, acaso, la formación que mejor expresó sus ambiciosas ideas musicales (bandoneón, violín, bajo, piano y guitarra eléctrica).
Inauguró un nuevo ciclo musical en 1968, asociado al tango canción, en conjunto con el poeta Horacio Ferrer y la cantante Amelita Baltar, que fue su pareja (en 1966 se había separado de su primera esposa, Dedé Wolff).
En 1972 Piazzolla se radicó en Italia e inició una serie de grabaciones, entre ellas «Libertango», con las que se ganó el prestigio del público europeo, con un registro menos tanguero y con mayor arraigo comercial. En sus últimos años, acaso los de mayor difusión de su música, intensificó su exploración en la música sinfónica. Murió el 4 de julio de 1992 afectado por una trombosis cerebral.
Su obra, inmensa, encontró inspiración en las innovaciones de Osvaldo Pugliese en piezas como «Negracha» o «La Yumba», pero sobre todo en aportes extraños al género como los del pianista y compositor de jazz estadoundiense George Gershwin.
Incorporó al tango sonoridades hasta entonces consideradas disonantes, cadencias armónicas propias de otros géneros e impuso una célula rítmica diferente de la tradicional: agrupando las ocho corcheas del compás clásico de cuatro por cuatro en subgrupos de tres, tres y dos, con acentuación en las corcheas uno, cuatro y siete.
Fue también un gran polemista. Desde las trincheras de la palabra enfatizó contradicciones que, en más de un sentido, señalaban una distancia que su música no trazaba de forma tan categórica. Al cabo, Aníbal Troilo, un guardián de la tradición fue, acaso y a pesar de las críticas que ambos se lanzaron en público, también quien mejor lo comprendió. Hoy, uno y otro, son parte de un mismo eslabón.
(Télam – Río Negro)