La cooperación internacional por la paz se consigue desde el espacio

Hubo un tiempo en el que colocar una nave en el espacio era mucho más que un logro tecnológico. Era la demostración de la superioridad de un país sobre el resto. Era la prueba palpable de que un sistema social y económico merecía la supremacía sobre su antagonista.

La constatación de que toda una forma de entender el mundo podía (y debía) imponerse. Durante los años de la Guerra Fría Estados Unidos y la Unión Soviética llevaron su enfrentamiento más allá de nuestro planeta. La política de bloques no dudó en poner en peligro vidas humanas e invertir gigantescas cantidades de dinero para conquistar el espacio. Y en la guerra, todo vale. Valía, por ejemplo, ocultar la existencia de una persona, mantener su identidad en secreto durante décadas y borrar incluso su nombre mencionándole únicamente como “el ingeniero jefe”. Así era como se conocía a Sergei Korolev, responsable de los grandes avances de la Unión Soviética en este campo y superviviente de los terribles gulags siberianos, donde fue enviado por Stalin. Korolev fue el principal responsable de que Yuri Gagarin, primer cosmonauta en órbita alrededor de la Tierra, pudiera decir aquello de “veo los colores del paisaje, bosques, ríos, nubes. Todo es tan bello”.

Pero el gran rival del soviético, su gemelo desde el lado americano, no se quedaba atrás en cuanto a peripecias biográficas. Wernher von Braun, alemán, trabajó primero para los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, antes de pasarse al bando aliado y liderar las investigaciones espaciales en los Estados Unidos, país del que adoptó su nacionalidad. Fue su equipo el que diseñó el cohete que puso finalmente al hombre en la Luna y allá, en nuestro satélite, hay un cráter que lleva su nombre. Korolev y Von Braun llevaron vidas paralelas, se influenciaron el uno al otro, pero jamás se cruzaron y nunca llegaron a conocerse.

Hoy en día aquellas historias parecen solo un buen material para guiones cinematográficos, y la exploración espacial es un terreno en el que la cooperación internacional no es solo deseable, sino imprescindible si queremos avanzar. Sam Scimemi, director de la Estación Espacial Internacional, asegura que este proyecto es uno de “los mayores esfuerzos internacionales a favor de la paz” que existen. Gracias a la colaboración científica entre las distintas naciones los avances son mayores y más rápidos. Y eso que la ISS también nació como una herramienta más de política exterior durante la Guerra Fría: fue Ronald Reagan en 1984 quien la impulsó, invitando a Canadá, Europa y Japón a participar del proyecto. Una década después, desaparecida la Unión Soviética, Rusia se unió a un proyecto que hoy conforman 16 países: EEUU, Canadá, Rusia, Japón, Italia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega, Francia, España, Alemania, Gran Bretaña, Suecia, Suiza y Brasil.

En la actualidad la Estación Espacial Internacional está abierta hacia la inversión privada, lo que puede suponer un nuevo salto en sus posibilidades. Scimemi cree además que ha llegado el momento de reconocer el gran esfuerzo y la esperanza que la ISS supone para la humanidad. Y cree saber cuál es la mejor forma para hacerlo: otorgarles el premio Nobel.

Edición:  Pedro García Campos | David Giraldo
Texto: José L. Álvarez Cedena

FUENTE: Diario El País

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