San Martín esperaba esa decisión política para cruzar los Andes, mientras los congresales dudaban por las amenazas que llegaban silenciosamente desde España
El Cruce de los Andes, una magistral movida militar para proteger la Independencia con la independencia de Chile y Perú. La obra maestra del General José de San Martín.
En 1816 era fundamental declararnos libres. De no hacerlo San Martìn no podría cruzar los Andes. ¿Cómo enfrentar a un Rey del que aún nos considerábamos siervos? Aunque hoy nos resulte lógico y esperable en aquél momento firmar el acta de independencia era peligroso para los congresales, algo así como firmar la propia sentencia a muerte.
Han transcurrido 203 años desde que algunos hijos de esta tierra cimentaron nuestra nacionalidad, decretando la existencia argentina en Tucumán. Desde entonces, entre senderos agrietados por fratricidas luchas estériles, un programa de aspiraciones generosas se hizo espacio.
Más allá del esplendor de aquella gesta es un error simplificar toda una época y creer que la idea de emancipación movió multitudes desde un primer momento. Por el contrario. En 1810 los revolucionarios llevaron consigo el retrato del rey Fernando VII y repartieron cintas blancas, símbolos ambos de la unión entre americanos y españoles. Solo parte de la elite revolucionaria buscó cortar cadenas desde un principio.
Mayo estuvo lejos de la gesta popular americanista que los argentinos idealizamos en la infancia. Fue más bien la obra de un grupo de intelectuales que contó con el apoyo de las milicias y una beneficiosa indiferencia de las mayorías. No eran tiempos para hablar abiertamente de libertad y se ampararon tras una fingida fidelidad a España.
En carta de Cornelio Saavedra a Juan José Viamonte, del 27 de junio de 1811, leemos: «Si nosotros no reconociésemos a Fernando, tendría la Inglaterra derecho, o se consideraría obligada a sostener a nuestros contrarios que le reconocen, y nos declararía la guerra del mismo modo que si no detestásemos a Napoleón»
La situación era francamente delicada. Gran Bretaña y España se habían aliado contra Francia napoleónica. Por ende, los británicos no podían apoyar abiertamente las independencias latinoamericanas, aunque lo hicieron desde las sombras. De no habernos mostrado «fidelistas», se hubiesen visto obligados a responder por el aliado formal.
Al respecto también reflexionó don Cornelio en la citada carta: «¿Y qué fuerzas tiene el pobre virreinato de Buenos Aires para resistir a este poder en los primeros pasos de su infancia? ¿O qué necesidad tiene de atraerse este enemigo poderoso y exterior cuando no se ha acabado con los interiores que nos están molestando hasta el día? En medio de estas poderosas consideraciones quiere el libre ciudadano Zamudio que se grite al botón ¡independencia!, ¡independencia! ¿Qué se pierde en que de palabra y por escrito digamos ¡Fernando!, ¡Fernando!, y con las obras allanemos los caminos al Congreso, único tribunal competente que debe y puede establecer el sistema o forma de gobierno que se estime conveniente en que convengan los diputados que le han de componer?»
Durante años, agazapados detrás de estandartes españoles, nuestros revolucionarios trabajaron por la libertad. Hacia 1812, con la llegada de San Martín, las verdaderas intenciones comenzaron a develarse. En Mendoza organizó el Ejército de Los Andes. Pero era ridículo cruzar a Chile sin una declaración de independencia. Con este fin se reunió el Congreso de Tucumán, en marzo de 1816.
No todas las provincias estuvieron representadas. Asistieron diputados de Buenos Aires, Mendoza, San Juan, San Luis, Santiago del Estero, Tucumán, La Rioja, Córdoba, Salta, Jujuy, Catamarca, Charcas, Chichas, Mizque y Cochabamba. En total fueron treinta y tres hombres entre los que se encontraban fray Justo Santa María de Oro, Narciso Laprida, Tomás Godoy Cruz, Juan Martín de Pueyrredón.
Los realistas se estaban preparando en Chile para atacar Mendoza y desde allí marchar a Buenos Aires. Se acercaba el verano y era fundamental aprovecharlo para ganarles de mano. El Libertador escribió desde Mendoza a Godoy Cruz en abril, buscando apresurarlos:
«¡Hasta cuando esperamos declarar nuestra independencia! ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y, por último, hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte, ¿qué relaciones podremos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos. Esté usted seguro de que nadie nos auxiliará en tal situación (…). Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas. Veamos claro, mi amigo, si no se hace, el Congreso es nulo en todas sus partes, porque reasumiendo éste la soberanía, es una usurpación que se hace al que se cree verdadero, es decir a Fernandito».
Dejar de lado la «Máscara de Fernando VII«, como llamó el historiador cordobés Carlos Segretti a esta actitud de simular fidelidad, no era fácil. De imponerse nuevamente los realistas –cosa que estaba sucediendo en el resto de América Latina- todos serían ejecutados. Firmar el acta de Independencia era, quizás, firmar su propia sentencia de muerte.
Finalmente, la épica se abrió espacio. Un puñado de valientes escribió con tinta lo que generaciones enteras defenderían con sangre. Aquél glorioso 9 de julio de 1816, desde las entrañas del histórico hogar tucumano, una nueva nación brotó sobre la faz de la tierra. Una nación que con el tiempo sería conocida como República Argentina.
Fuente: Infobae