El monje se ganó la confianza del zar de Rusia luego de curarlo de una enfermedad.
Grigori Yefímovich Rasputín, nació en Tobolsk, Siberia, en 1869. Reconocido por su carácter rebelde desde pequeño, se unió los jlystý o flagelantes, secta rechazada por la Iglesia ortodoxa rusa, quienes profesaban la necesidad del dolor para poder alcanzar la reconciliación con Dios.
Llegó a brindar sus servicios «místicos» a la zarina Alejandra Fiódorovna Románova, ganando su entera confianza y posteriormente la del zar Nicolás II de Rusia, gracias a la recuperación que proporcionaba al zarévich Alexis Nikoláyevich, que padecía hemofilia. Su cercana relación con la Zarina y su influencia en las decisiones de estado causaron el disgusto de la clase noble, lo que motivó la conspiración y sucesivamente el atentado mortal que se pergueñó el 30 de diciembre de 1916.
Los conspiradores fueron un puñado de nobles y militares que acordaron acabar con la vida de Rasputín en el palacio de Yusúpov. Poco antes de su muerte, el monje le escribió a la zarina diciendo que esperaba «una muerte violenta, probablemente por parte de la nobleza». Y aseguraba que, «si él moría, los zares harían lo mismo en el plazo de dos años». El zarismo cayó dos años después con la revolución bolchevique.
Luego de ser invitado por el marido de princesa Irina, Yusúpov, al palacio, intentaron envenenar su comida con cianuro, pero Rasputín tuvo solo una pequeña reacción. Hasta empezaron a creer que Rasputín era inmortal, como decían muchos mitos rusos.
Finalmente, Yusúpov bajó al sótano con su pistola y disparó varias veces al monje que, casi moribundo, lo maldijo. Rasputín escapó corriendo por la nieve pero Purishkévich, compañero de Yusúpov, logró dispararle en un hombro y luego rematarlo de un disparo en la cabeza. Posteriormente lo arrojaron al río. Lo sorprendente fue que cuando se encontró el cadáver y se realizó la autopsia, se confirmó que Rasputín había muerto por ahogamiento en el Nevá, no por el veneno ni los disparos.
Fuente: La Nación