El Fortín “Primera División”, estaba ubicado a 500 metros del Paso Fotheringham (ex paso Comohue), sobre el río Neuquén, cerca de la confluencia de éste con el Limay. Hoy quedo situado en la periferia de la pujante ciudad de Cipolletti. En ese fortín, el 16 de enero de 1882, se libró una batalla entre la tropa al mando del capitán Juan José Gómez, integradas por un sargento, un cabo 1º, un cabo y 18 soldados del Regimiento 7º de Caballería de Línea (incluido un trompa), con la colaboración de catorce troperos de Carmen de Patagones y, por otro lado, la indiada de las tribus de Namuncurá, Reuquecurá y muy posiblemente de Ñancucheo, con la colaboración de indios neuquinos y araucanos de Chile.
El Informe Oficial dice lo siguiente: “Las operaciones de guerra efectuadas por fuerzas de esta Brigada, han sido tan múltiples como felices. Toda vez que se han acercado indios a su línea o atrevídose a traspasarla, han sido ejemplarmente batidos. A continuación, copio en extracto los sucesos más importantes que han tenido lugar en el año transcurrido.
Enero 16 de 1882. En la madrugada de este día, las tribus coaligadas de Sayhueque, Ñancucheo, Reuquecurá y Namuncurá, en número de 800 a 1.000 indios, atacaron el Fortín “Primera División”, guarnecido a la sazón por 16 soldados pertenecientes al Regimiento 7º de Caballería, mandados por el capitán del mismo cuerpo Don Juan G. (sic) Gómez. Catorce peones pertenecientes a la tropa de carros de Don Domingo López que se encontraban allí de tránsito tomaron también parte en el combate.
Los guerreros indios atacaron con resolución y pertinacia, haciéndole a pie el mayor número, y el restante montados. La pequeña guarnición aceptó el combate, recibiendo a balazos desde el primer momento, a los atrevidos asaltantes.
La lucha fue encarnizada, pues los indios peleaban con coraje, dejando en los fosos del Fortín 21 muertos. Acto continuo emprendieron la retirada hacia sus guaridas, llevándose los innumerables heridos, consiguiente a tan ruda pelea.
El valiente Comandante del Fortín atacado, capitán Gómez, fue levemente herido y su conducta mereció una justa recomendación de sus Jefes y el ascenso a sargento mayor, con que el Superior Gobierno premió su acción distinguida.
La invasión fue perseguida algunas leguas por el Regimiento 5º de Caballería, pero sin resultado, a causa del mal estado de nuestras caballadas y considerable ventaja que llevaban los invasores”.
Versión del Hecho
En razón de no poseerse el parte oficial completo, nos ceñiremos al relato que del combate hacen el propio Gómez y el capitán José Zabala (entonces cabo 1º), actores del hecho, publicados en “El Expedicionario”, así también utilizaremos otros datos del parte oficial y referencias del general Exp. al Des. Ezequiel Pereyra y del capitán Santiago J. Albarracín, que conocieron el lugar del suceso y a varios actores de él. Algunos distintos serán detallados informando la fuente de consulta.
Dice Gómez que habiendo regresado a la Comandancia del Fuerte General Roca, recibió el 31 de diciembre de 1881 orden de relevar con 30 hombres de su Unidad, el Regimiento 7º de Caballería de Línea, a la guarnición del fortín “Primera División”, custodiado entonces por personal del Regimiento 5º de Caballería de Línea.
El 1º de enero de 1882 realiza el cambio y dos días más tarde, cumpliendo una orden, envía diez hombres a la comandancia citada, quedándose por lo tanto con un efectivo de 20 hombres.
El día 15 de ese mismo mes, manda por la mañana una comisión de un cabo y cuatro soldados para que traigan desde el Depósito de la Comandancia, los víveres y racionamiento correspondientes a su guarnición, lo cual se hacía una vez cada mes. Esa comisión regresó después de desarrollado el combate del día siguiente.
Por la tarde del miso 15, llegan desde el fortín “Paso de los Indios” los integrantes de la tropa de carros de don Domingo López, transportista de Carmen de Patagones, que regresaba después de haber llevado hasta aquel fortín los elementos necesarios para la instalación de la línea telegráfica dispuesta por el Art. 6º de la Ley Nº 215. Además, este transportista era el encargado de llevar hasta la línea de fortines el suministro de racionamiento y otros bastimentos que enviaban desde Buenos Aires, transportados en barcos hasta Carmen de Patagones, para desde allí hacerlo por la tropa de carros.
El arria estaba compuesta por un capataz y trece peones (hay algunas divergencias en cuanto al número exacto, que oscilaba entre 10 y 13), incluyendo entre éstos al joven Angel Battilana, hijo del Práctico del Río Negro llamado también así y que realizara las exploraciones de este río con Ramírez, Guerrico, Obligado, O’Connor, etc. El arria venía protegida por una comisión de cinco soldados del mismo Regimiento nombrado.
El capataz había decidido dejar apacentando a la boyada y la caballada, para luego proseguir viaje río abajo hasta Patagones.
Antes del amanecer del día 16 partieron, como era de rigor en todos los fortines, los componentes de la “descubierta”, compuesta en esta ocasión por el cabo Manuel Contreras y cuatro soldados, con la misión de observar los terrenos hasta “La Picasa”, paraje donde hoy se levanta la progresista ciudad de Cinco Saltos, “cortando rastros”, es decir, cuidando de que por esos terrenos no anduvieran indios transitando detrás de la línea de fortines.
También habían sido enviados hacia una isla del río Neuquén, donde estaba pastando la caballada del fortín y la boyada y caballada de los troperos, tres soldados. Eran éstos Juan Lindor Robledo, Lorenzo Montecino y Ramón Mercado, un joven mendocino de 22 años de edad.
Como el brioso zaino que montaba Gómez se escapaba de la isla a donde era enviado para pastorear, el capitán lo había atado durante la noche a una estaca del fortín y al alba había salido “a cansarlo”, trotando por los alrededores.
Así se había alejado del fortín unos dos kilómetros, cuando prevenido por los vibrantes toques de clarín que emitía el trompa José Ochoa, como también por las descargas de fusil que hacía el sargento Manuel Ponce, volvió grupas y observó atento el panorama, descubriendo la inminencia del sorpresivo ataque que llevarían los indígenas sobre el pequeño fortín.
Inmediatamente captó la delicada situación por la que atravesaba al quedar separado de su guarnición, como así la de los sitiados en el reducto.
Unos 50 indios se encontraban en él y su fortín, pero como se encontraba a retaguardia notó que su presencia aún no había sido observada, por lo que intentó con éxito su incorporación a la pequeña fortaleza de su mando.
No es necesario advertir que la realización de su propósito implicaba un real peligro, que el valeroso capitán sorteó con suma guapeza eludiendo el ataque que le llevaron algunos indios que se interpusieron a su paso al verlo arremeter hacia el fortín.
Los indios, mientras tanto, dice Gómez, “lanza en ristre cargaban a mis soldados que a pie, en desorden y tan sólo 5 de ellos montados, habían salido en mi protección”.
El se había sacado una camisa roja que llevaba puesta y la envolvió en un brazo, como hacen los criollos cuando van a pelear, a fin de que le sirviera de protección. Empuñando el revólver de reglamento cabalgó a rienda suelta, descerrajando la carga del arma a dos indios que llegaron a interceptarle el camino, intentando chucearlo con sus largas lanzas.
A uno logró matarlo de un tiro sin que alcanzara a lancearlo, pero el otro pudo herirlo de un primer chuzazo en la frente, que obligó a Gómez a desviar la lanza, que llevaba destino mortal, oponiendo oportunamente el brazo enfundado en la camisa. El indio, rápido como la luz, envió otro puntazo que no pudo eludir del todo el capitán, siendo herido en una pierna; pero ya aquí el oficial tuvo ocasión de emplear su arma y de dos certeros balazos dio por tierra con su enemigo, y prosiguió a todo galope a unirse a sus hombres en el fortín.
Esta escaramuza, que los indios no esperaban, logró detener por un instante la arremetida contra el fortín, pues la sorpresiva irrupción del capitán podía ser preludio de otras (como efectivamente lo fue) y los atacantes debían tomar precaución de ellas.
Logrado el fin perseguido y una vez dentro del fortín, el jefe dispuso las medidas pertinentes para que su reducida tropa y los arrieros que transitoriamente se encontraban en el fortín, pudieran encontrarse en situación de repeler a los invasores.
En esos instantes aparece por el Norte la patrulla a cargo del cabo Contreras, que regresaba de su misión, por lo que Gómez ordenó fuego a discreción contra un grupo de cerca de 70 indios que se aprestaban a atacar a los recién llegados. Esta acertada medida originó un momentáneo repliegue de los indígenas, dando tiempo a la “descubierta” a buscar refugio tras la empalizada del fortín, consiguiendo llegar hasta el reducto sin tener bajas y con solamente algunos heridos por las chuzas indias.
En el ínterin la indiada se había dispuesto en dos escuadrones, a cuyo frente los caciques y capitanejos arengaban a sus huestes, enardeciéndolos e instándoles a destruir al huinca que había venido a posesionarse de su querida “mapa”, impidiéndole el tránsito por el paso “Comohue”, testigo mudo del regreso de cien malones a las poblaciones fronterizas.
Estos escuadrones, según refiere el capitán Gómez, habíanse situado algo separados al Este del fortín, como interponiéndose entre éste y la Comandancia y “como queriéndonos arrancar toda esperanza de salvación, que no estuviera cifrada en un socorro casual o en la boca de nuestras carabinas o el filo de nuestros sables”.
Estando en esta situación aparecen por el lado del río los tres soldados que habían ido a cuidar las caballadas, y que regresaban al sentir el alboroto de la pelea. Pero este grupo no habría de tener feliz regreso. Los indios ya estaban alertados y enseguida se lanzaron al ataque.
Un enjambre de indios caen sobre los sorprendidos soldados; un grupo rodea al soldado Juan Robledo y lo ultiman de cinco furibundos lanzazos. Otro se dirige al soldado Montecino, quien, después de disparar su carabina, se mete en una de las lagunas formadas por las crecientes del río; allí los atacantes hacen valer la fuerza del número y le dan muerte.
El joven Mercado, rodeado de gran cantidad de indios que se estorban entre sí tratando de llegar con sus lanzas al cuerpo del valiente soldado, alcanza a disparar su carabina, y desenvainando su sable, se defendió denodadamente.
Ante este macabro espectáculo, el sargento Ponce, sintiendo hervir su sangre, le solicitó autorización al capitán para ir a defender a aquel camarada, cuya vida estaba sellada ante el demoledor ataque indio. Gómez le permite salir a defenderlo, contando con la colaboración de los soldados Gerónimo Reinoso, Nicasio Bustos, Emilio Luján y Manuel Díaz, quienes también estaban deseosos de lanzarse al peligroso ataque, con el fin de tratar de salvar a su compañero de tan crítica situación.
Ante esta salida, los indios permitieron el avance de los cinco jinetes, abriéndose para que el grupo se alejara del fortín en busca del camarada; pero esto no era sino una de las conocidas tácticas indias similar a la que utilizaban en su huída. El momento de atacarlos era cuando ya estaban lejos del alcance de las armas de los fortineros apostados detrás de la empalizada, y cuando se desgranaran para emprender el regreso, si es que lograban desbaratar el ataque de los que rodeaban a Mercado.
Así los cinco llegan a todo galope hasta donde se debatía Mercado y logran ahuyentar a sus atacantes. Pasan rozándole mientras le gritan que se prenda a la cola de un caballo, ya que no podía montar pues no podía pararse, porque uno de los numerosos lanzazos que le habían alcanzado, lo atravesaba de lado a lado. Cuando el herido logró asirse de la cola de uno de los caballos, los salvajes emprendieron el regreso en apretada formación, para cubrir al soldado Mercado y defendiéndose de la ominosa carga de los salvajes, que redoblaban sus esfuerzos para terminar con su presa y los nuevos contendores. Desde el fortín solamente podían tirotear a los indígenas que querían sumarse a los atacantes del pequeño grupo, ya que a esos no lo podían hacer pues venían confundidos con los soldados que se dirigían al fortín.
A fuerza de coraje y sablazos los soldados lograron abrirse paso y llegar hasta un centenar de metros del fortín, desde donde la defensa de los tiradores era mucho más efectiva y sembraba el terror entre la indiada. Allí, cerca del reducto, quedó tendido exánime el pobre Mercado, y debió ser levantado por un compañero para poder introducirlo en el fortín, donde pese a los denodados esfuerzos de sus camaradas falleció al día siguiente, como consecuencia de nada menos que veintisiete lanzazos que lo transformaron en un mártir más, de los servidores de la Patria en los alejados fortines sureños.
Pero el grueso de los efectivos indios había permanecido sin intervenir. Es entonces que los cabecillas azuzan a sus huestes y con estentóreos gritos de ¡Yaá! ¡Yaá! ¡Yaaá!, las hordas salvajes se lanzan al asalto de la sencilla fortaleza, hasta detener sus cabalgaduras al borde mismo del foso que la rodeaba.
Allí descienden de sus caballos dejándose caer dentro del foso, para intentar el ataque final munidos de lanza y cuchillo; pero cayendo la mayoría por el denuedo redoblado de los defensores del fortín, que impedían la ascensión de la empalizada.
La puntería de los soldados y arrieros, así como sus sables y lanzas utilizados por entre las “troneras” naturales que se forman entre palo y palo, abren profundas brechas entre los atacantes, razón por la cual, al no ceder la ciudadela debieron retirarse a fin de reagrupar sus fuerzas, a la vez que trataban de retirar a muchos de los heridos por las armas nacionales.
La ocasión es aprovechada por Gómez, según relata el capitán Zabala, para hacer sacar del foso, por los pocos soldados que se encontraban bien, a varios indios muertos que se encontraban allí caídos, o lo estaban en las inmediaciones del fortín, haciéndolos conducir encima de un montón de leña, matas secas y basuras que había junto al fortín, prendiéndoles fuego.
El desesperado recurso del jefe del fortín surtió efecto; el macabro espectáculo desmoralizó un tanto a los atacantes, venidos un poco a menos ante la aguerrida y cerrada defensa que oponían los tenaces custodios del fortín.
Pese a la superioridad numérica, solamente se atrevieron a continuar el ataque algunos grupos de exaltados, contentándose el grueso de los saloneros con robar las caballadas del fortín que estaban en la isla cercana, además de algunos de los caballos encerrados en el corral de palo a pique construido junto al reducto, y que habían podido sacar durante el entrevero principal. Una vez alejados éstos por el paso del río, aquellos que estaban comisionados por los capitanejos para “entretener” a los fortineros, volvieron grupas y se fueron a cruzar el Neuquén, por donde hoy están los puentes carretero y ferroviario.
El comandante Prado, en tanto, dice que Gómez, tomando resueltamente el fusil de un soldado, mató de un tiro al principal cacique (?), por lo que los ataques amainaron al faltar el principal cabecilla. Y termina diciendo: “Con el temerario cacique se acabó el empuje y la furia de los salvajes. Huyeron. Y mientras la invasión abandonaba el campo perseguidas por los últimos disparos de nuestros veteranos, el capitán Gómez se dio cuenta de la situación: cuatro soldados muertos, quince heridos y cincuenta caballos arrebatados. Un desastre en su opinión; un motivo de censura para su conducta.
¡Cincuenta caballos perdidos, llevados del mismísimo corral! ¿Qué iba a decir el coronel? ¡Adiós carrera; adiós reputación; adiós ascenso tanto tiempo esperado, y tan rudamente ganado!
El parte pasado por el capitán Gómez, fue todo un modelo de sencillez y de modestia. No creyéndolo bastante explicativo pedía un sumario, a fin de comprobar cómo no había perdido la caballada por negligencia.
“Puedo asegurar al señor coronel, decía al final de su relato, que si los indios consiguieron arrebatarme parte de los caballos que estaban en el corral, no fue por culpa mía, ni por descuido o negligencia. Y si después de retirarse no los perseguí fue debido al estado de la tropa. Apenas disponía de diez hombres en estado de moverse”.
En la orden de división el coronel Villegas recomendó la conducta de Gómez, calificándola de heroica”.
Además de los tres soldados muertos que ya han sido mencionados, la tropa debió lamentar la muerte de otro compañero, el soldado José Brown (sic) al que lo alcanzaron con un tiro de revólver en el pecho; como así también los que fueran heridos de consideración, los soldados Manuel Díaz, Manuel Guardilla y Gerónimo Ramos, lo mismo que el peoncito de la tropilla de arrieros Angel Battilana (h).
Según refiere el teniente coronel Bidondo, Gómez avisó a la Comandancia de General Roca, la que dispuso una rápida medida punitiva, sin resultado.
Entre ida y vuelta había 100 kilómetros, lo que importaba muchas horas que los saloneros habían huido.
Los indios perdieron en este combate 21 lanceros que quedaron muertos en el campo de batalla, habiéndose llevado numerosos heridos de cuya suerte se ignoraría el destino. Dejaron al regresar a sus aduares muchas lanzas, un revólver y una cota de malla.
Por esta acción Gómez fue promovido al grado de Sargento Mayor, Ponce lo fue a Sargento 1º, y los soldados Gerónimo Reinoso, Nicasio Bustos, Emilio Luján y Manuel Díaz, que protagonizaron el hermoso ejemplo de camaradería y arrojo ya descrito, fueron ascendidos a Cabos 1º.
FUENTE:
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Raone, Juan Mario – Fortines del desierto – Biblioteca del Suboficial Nº 143