El escritor argentino, ganador en Chile del premio Manuel Rojas, publica un par de ensayos reunidos en un breve libro que, sin embargo, entrega sustanciosas reflexiones sobre el arte o las artes.
Desde siempre ha estado interesado por la pintura y se le puede considerar un conocedor —entre erudito y aficionado— de la figura de Marcel Duchamp. Lector habitual de revistas sobre las derivas del arte contemporáneo (en primer lugar, Artforum, sobre la que ha escrito un libro), César Aira es un escritor que ha buscado en las artes plásticas lo mismo fuente de inspiración que la práctica de ciertos métodos.
Su creciente reconocimiento como narrador de alguna forma se vincula a un talante vanguardista y experimental: ha dicho que prefiere lo nuevo (que sería arte) a lo bueno (que sería artesanía). Un artista plástico, o algo parecido, está en su mito de origen: fue el encuentro con Duchamp, su “hechizo”, lo que le reveló la inutilidad de escribir libros ya escritos y la necesidad de hacer otra cosa, algo distinto. Duchamp, con su obra, inició muchos de los caminos que recorrería el arte posterior y sus elementos conceptuales.
En el caso de Aira, las posibles relaciones entre artes verbales y visuales son las que están en el corazón de su último libro y parecen dar unidad a los dos ensayos reunidos en el volumen, escritos con una década de distancia.
En Sobre el arte contemporáneo (2010) refiere su primer encuentro con la obra escrita de Duchamp, entrega sus reflexiones sobre la historia de la reproducción del arte, sugiere un catálogo de los nombres de los movimientos artísticos desde los años 60 en adelante (pop, op, minimalismo, conceptual, etc., etc.), sobre todo, presta atención a uno, la denominación convencional para todo el arte producido después de 1970: el Arte Contemporáneo. “Un nombre perfectamente absurdo, ni descriptivo ni provocativo ni geográfico”, comenta. Reconoce a un personaje, tan central como los artistas o los críticos, el “Enemigo del Arte Contemporáneo”, cuya crítica usual es que sus practicantes son unos farsantes haciéndose pasar por artistas; sus obras, son “prestigio para semicultos”, “anzuelo de turistas o millonarios” y cuyo argumento central es que la obra de arte no se sostiene sin el “discurso” que la envuelve y justifica, que requiere de intérpretes, por lo general, críticos o curadores. Como ejemplo contra este “enemigo” habla de Magritte, quien para una exposición en París, en 1948, realizó unos cuadros sin pretensión alguna, para los que “todo vale”, y que, sin embargo, llegarían a ser tenidos por obras maestras; es el llamado “período vache” de Magritte, que parecía una burla: hombres con diez pipas en la cara, un rinoceronte trepando una columna, cielos de cuadriculado escocés.
Por su parte, En La Habana (2000), es un recuento de sus paseos por la capital cubana cuando fue invitado. Pero se configuran, en lo fundamental, como un recorrido por las imágenes que le llaman mayormente la atención en distintos lugares, en especial museos: las escenas diminutas en un vaso que perteneció a Lezama Lima, un pañuelo con instrucciones de uso de un fusil, los rituales de cortejo de un pavo real. Le llama la atención en que se haga tanto énfasis en las “descripciones” de los escritores, porque un escritor, piensa, puede hacer otra cosa con una imagen que describirla. Por ejemplo, usarla como un “aparato generador” de literatura (a la manera de Raymond Roussel). E imagina una historia sobre un prófugo que inventa su relato sobre la marcha mediante los grabados que va viendo en los platos en los que está comiendo.
En ambos ensayos, subyace, frente a quienes sostiene la condición parasitaria de la literatura sobre la pintura, un argumento sobre la supremacía literaria. Así, piensa en cuando compró en 1967 la primera compilación de escritos de Duchamp (publicada en 1959) y que esa edición se ha vuelto un valioso objeto de colección (por lo cual compró una reedición de bolsillo para mantenerla en buen estado); pero de la valiosa primera edición al ejemplar barato, el contenido del libro se trasladó sin problema ni pérdida. “A diferencia de la imagen, la palabra escrita no necesitó de los avances técnicos para llegar a la reproducción perfecta de sí misma”. También recuerda la idea de Deleuze de nuestra época como “antiimaginaria”; la imagen para ser tal, como lo fue en las eras imaginarias (en el Renacimiento) debe surgir como enigma, fuera del lenguaje, sin explicación: fuera de todo relato, como “misterio y posibilidad infinita”; nuestra época, en cambio, se ha especializado en neutralizar el valor de la imagen, anulándola con algún relato o epígrafe que la explique. Pero en un escritor esto es inevitable.
El arte, según Aira, “es la documentación de algo que fue, y a la vez promesa de algo que será”. Porque el arte, y en especial, la literatura, tiene una materia hecha más bien de ausencia.
FUENTE: Culto