Por Juan Carlos Núñez Bustillos (publicado en la revista Replicante)
La belleza es personal e intransferible. No obedece a argumentos, simplemente se produce y quien no la experimenta difícilmente podrá entender por qué a alguien le puede gustar algo que ese mismo alguien reconoce como feo.
Don Hilario es un hombre flaco, alto y correoso con el rostro cuajado de profundas y nobles arrugas. Trabajó en el rastro municipal y durante muchos años condujo un taxi. Porta un bigote tupido y cano. Hijo de un combatiente villista, disfrutaba en su juventud de marchar y practicaba ejercicios militares en la barranca de Huentitán. En el barrio de Santa Tere sus vecinos lo llaman el “General Hilacho”, quién sabe si por sus juegos de soldado o por su recia flacura. Lo cierto es que es un hombre ocurrente. De su voz rasposa por años de cigarro escuché por primera vez la palabra: «felleza».
El término, que para él es una broma, un juego de palabras, encierra en su paradoja un sentido más profundo que permite nombrar a ese fenómeno estético de ciertas entidades que en su fealdad nos revelan de pronto una sutil y profunda belleza que nos atan a ellas.
Esa atadura sensorial ocurre porque se produce de pronto; el sujeto encuentra, no sabe cómo ni por qué, una extraordinaria hermosura que emana refulgente y al mismo tiempo discreta de aquella fealdad.
La felleza es pues un revelación estética y paradójica en la que, sin deseo ni voluntad de por medio, un sujeto encuentra inesperadamente la belleza en algo que le parece de entrada horrible.
En un principio se trata de un proceso inconsciente e incómodo que podrá tornarse en gozoso. Cuando el sujeto se asume incapaz de ejercer su rechazo a la cosa fea que se le presenta se produce una serie de fenómenos y sensaciones que pueden tomar unos instantes o llevarse mucho tiempo. No necesariamente son todas y tampoco son secuenciales. Una es la lucha interna, tarde o temprano perdida, por desatarse de la cosa. Hay también enojo y autorreproche: “¿Por qué me gusta esto si está tan feo?” La negación y el intento de autoconvencimiento: “Eso no puede gustarte por tal y cual razón, está horrible”. Si se encuentra con otros, lo disimula, y si es descubierto, abjurará. Peor aún si le preguntan: “¿A poco te gusta eso?” El sujeto lo negará con la misma convicción de san Pedro, pero antes de escuchar el canto del gallo volverá a la cosa.
El proceso
El instinto estético, cada quién el suyo, nos impele a rechazar lo que no nos gusta. En un primer momento la indiferencia nos salva de una buena parte de los estímulos no agradables que somos capaces de percibir. Hay una primera operación estética inconsciente que consiste en discriminar en una respuesta inicial todos aquellos estímulos que nos desagradan. Ni siquiera nos percatamos de su presencia. Por eso, cuando los domingos la esposa del “General Hilacho” va al tianguis con él ni siquiera nota la llave de tuercas que él sí observa y que aprecia en toda su magnificencia sobre un plástico raído en el suelo. Por esa misma razón los tubos de labios que tanto le gustan a ella resultan para él sólo una imagen borrosa vista a la pasada.
Esta operación de discriminación estética es uno de los mecanismos de sobrevivencia más importantes en el desarrollo de los seres humanos. Si no pudiéramos ignorar la fealdad que nos rodea y que se nos presenta a cada instante, nuestra existencia sería inviable.
Sin embargo, esta operación tiene sus límites. Con frecuencia es imposible ignorar la fealdad, ya sea por su magnitud o porque la realidad nos la impone con tal contundencia que no hay manera de evitarla.
El término, que para él es una broma, un juego de palabras, encierra en su paradoja un sentido más profundo que permite nombrar a ese fenómeno estético de ciertas entidades que en su fealdad nos revelan de pronto una sutil y profunda belleza que nos atan a ellas.
Cuando esto ocurre la reacción primaria es de rechazo. Hay quien se tapa las orejas cuando escucha a Valentín Elizalde y hay también quien cambia la estación del radio cuando aparece alguna de las Cuatro estaciones de Vivaldi. Unos escupen el caviar y otros los tacos de tripa o los chapulines oaxaqueños. Hay quien recicla el bodegón que le regaló la tía y quien por ningún motivo colgaría en su cocina el calendario de la carnicería con un príncipe azteca arrodillado frente al Iztaccíhuatl. Alguien sueña con un patio estilo Barragán y alguien más corona la terraza con un elefante de yeso.
Operamos esta selección con base en el particular gusto estético que nos ha sido moldeado a partir de una ensalada de condicionantes personales, culturales, psicológicas, sociales, políticas, económicas, culturales, geográficas y de época, por lo menos. Y es parte de una necesidad de sobrevivencia estética. Ante la fealdad, pues, el rechazo.
Sin embargo, la mayor parte de las personas hemos experimentado esa extraña sensación de incertidumbre y desconcierto cuando ante la aparición de una cosa evidentemente fea nos quedamos imposibilitados de ese instinto estético primario que consiste en el rechazo inmediato y en el ejercicio del juicio tajante y adverso que formulamos ante las cosas que consideramos realmente feas.
Esa es la primera característica de la felleza, su cualidad de ejercer en el sujeto un cierto encanto que le impide de entrada descalificarla. Esa “cosa” en su fealdad nos atrapa. Sabemos que es fea, que se encuentra fuera de nuestros parámetros de lo bello. Somos capaces de decir incluso por qué nos desagrada, pero la cosa nos ata en su fealdad y atrofia momentáneamente la capacidad del rechazo. Sentimos que aquello tiene un “no sé qué que qué sé yo” que nos obliga a establecer una relación estética que desactiva esa defensa primaria.
Y no se trata de una cuestión de gradualidad o de tolerancia. No es que evitemos el rechazo porque con buena voluntad encontremos que la cosa no está tan fea como pensábamos, que su fealdad es, con esfuerzo, soportable; que algunos de sus aspectos puedan ser incluso bonitos y que en ellos centremos la atención para evitar el conjunto. No es que encontremos que la muchacha horrible tiene muy lisito detrás de la oreja. No, la felleza solamente está presente en cosas que consideramos realmente feas. Es un hecho que ocurre con independencia de la voluntad del sujeto.
Lo que no es
La felleza es también independiente de los afectos. No debemos confundirla con esa obnubilación estética que producen los sentimientos. El botecito de yogurt decorado con sopa de caracolitos que el niño regala a su mamá en el día de las madres, el poema que le escribe el galán a la novia, la ranita de peluche perfumada que ella le regala a él o la dedicatoria de la tesis que el graduado escribe con emocionante agradecimiento “a quien me dio el ser” podrán ser para sus destinatarios poco menos que una obra de arte, pero su juicio estético se encuentra absolutamente atrofiado por el afecto. La felleza no es algo feo que queremos mucho por alguna razón y entonces nos parece bonito.
La felleza es ajena y desinteresada. Es, por tanto, también diferente a lo kitsch. Quienes producen o quienes califican una entidad con esta palabra tienen una pretensión de universalidad de su juicio estético. Los autores de cosas que luego otros calificarán de kitsch hacen algo que ellos consideran realmente bello y por eso lo elaboran. Por el contrario, quienes lo categorizan después como kitsch argumentaran por qué lo es. Hay en uno y otro caso la aspiración a que los otros compartan su convicción.
Lo kitsch implica pues una disposición para generar un efecto estético mediante la exhibición pública y exagerada de una pretendida belleza o fealdad, según sea el proponente. Hay en el primer caso la intención de mostrar algo bonito. En el segundo, existe una intencionalidad burlona y denostativa de la fealdad ajena aunque puede implicar al mismo tiempo una mirada indulgente.
Así, la señora ricachona puede en un día de fiesta sustituir el mantel Richelieu por un trozo de plástico florido de los que se utilizan en las fondas y decorar la mesa con una lata de chiles jalapeños media oxidada de la que surge una tiesa flor de plástico. La dama en cuestión tiene la intención deliberada de utilizar lo que para ella es realmente feo como parte de un pasatiempo clasista. Es una broma, una ocurrencia. Se trata de un artificio para darle a su fiesta un toque de simpatía y originalidad.
Pero no es un fenómeno de felleza porque a ella no se le reveló en el mantel la belleza. Para ella siguen siendo feos aunque los pueda disponer con cierta armonía y gracia (que para eso compra revistas de decoración). Cuando termine la función la señora tirará a la basura los adornos, los guardará para la próxima fiesta “temática” o los donará a una casa hogar.
En cambio la felleza nos liga indefectiblemente a la cosa, no podemos deshacernos de ella, pero tampoco podemos exhibirla porque hacerlo va en contra de los propios gustos e intereses estéticos y utilizarla como broma sería una autoburla.
El ocultamiento
Quien experimenta la felleza no la exhibe, antes bien la oculta pues es consciente de que hacerlo atenta contra su reputación estética. Le resulta incómodo y vergonzoso asumir públicamente eso que se encuentra en la antípoda de sus gustos, pero que al mismo tiempo tanto le embelesa.
Este ocultamiento del gozo estético que nos produce una felleza amplifica aún más su efecto pues el no poder expresar públicamente esa preferencia y el vernos obligados a mantenerlo en secreto, o al menos en la discreción, aviva esa atadura.
Por eso los objetos de la belleza no se almacenan sino que se guardan y se resguardan. Se ocultan como tesoros secretos disimulados entre otros tantos objetos inofensivos e insignificantes. Se encuentran camuflados en sitios comunes de tal manera que si alguien los encuentra no les dará importancia como la adquiriría si la mirada indiscreta lo descubriera en la caja de los recuerdos.
Personal e intransferible
La felleza no es una propiedad de la cosa en sí. Si lo fuese no se produciría esa revelación fundamental que la define. Cualquiera podría apreciar las cualidades estéticas de algo y entonces no sería felleza sino belleza. Esto significa que la felleza implica la participación activa del sujeto que la experimenta. Inconscientemente vierte sobre el objeto algunos sus propios referentes, estructuras, historias y condicionantes psicológicos que en el choque con la cosa producen la revelación.
Por esta razón, aunque cualquier persona puede experimentar la felleza, ocurre con más facilidad en gente que ha podido desarrollar un gusto estético más complejo que lo coloca en posibilidad de que una vez frente a la fealdad le sean reveladas ciertas cualidades estéticas que difícilmente pueden encontrar una mirada con horizontes más estrechos.
No hay dos fellezas iguales puesto que dependerán siempre de las características de una cosa en particular en relación con una persona particular. La combinación de esa persona con otra cosa o de esa cosa con otra persona producirá efectos distintos. En ocasiones pueden darse con dos personas frente al mismo objeto el fenómeno de la felleza, pero éste no será igual.
La felleza es personal e intransferible. No obedece a argumentos, simplemente se produce y quien no la experimenta difícilmente podrá entender por qué a alguien le puede gustar algo que ese mismo alguien reconoce como feo.
Por esta razón resulta difícil ejemplificar la felleza. Al no ser una propiedad de la cosa, sino un efecto particular y único que surge de la relación entre alguien y algo, una cierta y muy peculiar forma de percibir y de enjuiciar estéticamente un objeto, no puede haber criterios preestablecidos ni estructuras formales que se le puedan aplicar para categorizarlo.
Dada esta dificultad, y solamente como un precario y limitado intento de ilustrar fenómeno, nos vemos obligados a recurrir a la casuística.
Los ejemplos que a continuación expongo buscan únicamente ayudar al genuino interés de mejor conocer la experiencia humana. No implican juicios de valor, sino simplemente la exposición de hechos.
Me fueron confiadas en secretas confidencias pues, como decía antes, la felleza suele ser causa de vergüenza. Por esa razón me guardo la identidad de los protagonistas y estoy seguro de que comprenderán que esta pequeña indiscreción responde al noble fin de la comprensión de la humanidad.
La felleza no es una propiedad de la cosa en sí. Si lo fuese no se produciría esa revelación fundamental que la define. Cualquiera podría apreciar las cualidades estéticas de algo y entonces no sería felleza sino belleza. Esto significa que la felleza implica la participación activa del sujeto que la experimenta.
A un destacado teólogo con estudios en la Universidad Pontificia le gusta la canción del “Bombón asesino” interpretado por Ninel Conde. Un laureado escritor y artista plástico experto además en arte contemporáneo decora la sala de su casa con carpetitas tejidas sobre las cuales hay dos palomitas de porcelana. (Admito que en este ejemplo pueda haber un error. Tal vez a él no le gusten las palomitas de porcelana, pero tuvo que someterse por alguna razón al juicio estético de su esposa. No me atreví a preguntarle.) Un destacado economista, gourmet del mejor jazz, escucha y canta en la clandestinidad de su auto “Y llovía y llovía”, de Leonardo Fabio. Un periodista culto y famoso guarda en su espléndida biblioteca, entre los libros de las editoriales Siruela y Anagrama, una rupestre biografía de Selena y guarda disimulado entre sus discos de música clásica uno de Manoella Torres. Un amigo de la secundaria, el más galán del salón según las compañeras, estaba enamorado de la “Cayoya”, la muchacha más fea del grupo según la opinión de los jóvenes. Él lo sabía y por eso mantuvo su amor en secreto, ni siquiera ella lo supo. Un día, ya borracho, me dijo: “Estoy enamorado de la Cayoya”. Lo único que atiné a responderle fue: “No te preocupes, no se lo diré a nadie”. Y le di unas palmaditas en la espalda.
Y no es que el “Bombon Asesino”, la biografía de Selena, las carpetitas tejidas, la música de Leonardo Fabio o la misma “Cayoya” carezcan de valor estético. Mucho menos que sean feos en sí mismos. De hecho son bellos para muchas personas, al menos para algunas. (La “Cayoya” se casó y tiene tres hijos.) Lo que ocurre es que no corresponden a los criterios estéticos que prevalecen en el teólogo, el economista, el escritor, el periodista y el galán. Son, por decirlo de alguna manera, anomalías que se integran a categorías estéticas a las que en sentido estricto no cabrían.
Yo, por supuesto, tengo mis propias fellezas y las resguardo con especial cuidado. No les digo cuáles son porque me da vergüenza. ®