Como el ahora detenido ex funcionario kirchnerista, el prócer de las fuerzas navales protagonizó un curioso episodio hace dos siglos cuando intentaba enterrar un tesoro en la Recoleta
En el desolado camino -hoy avenida Quintana- que unía la Recoleta con la parte poblada de la ciudad de Buenos Aires, en la noche del 14 de abril de 1812, una partida celadora comandada por el capitán Juan José Ferrer detuvo a tres sujetos que evidenciaban conductas sospechosas. El trío estaba conformado por:
Un inglés alto y pelirrojo, ataviado con un poncho pampa, un joven criollo de condición humilde y un moreno aún más pobre.
Nada inocente podría estar haciendo el grupo en la Calle Larga (Quintana, de 400 metros, iba desde las actuales Libertad hasta Callao sin ser cruzada por ninguna otra calle) a partir de las ocho, cuando el sol se había puesto y la oscuridad ofrecía amparo.
La partida celadora los detuvo. El inglés del poncho protestó por dos motivos: era súbdito británico y, además, no había hecho nada malo. Sin embargo, su inocencia estaba muy en duda. En cuanto al criollito y al negro, su único delito era haber obedecido a su amo. ¿Qué habían hecho estos tres hombres? Sepultar un tesoro junto a unos sauces.
Tanto los empleados como el inglés – Irlandés en realidad – fueron alojados en el Cuartel del Regimiento de Patricios, en la Manzana de la Luces. El enigmático sepulturero era Guillermo Brown, de 25 años, comerciante en ese entonces, y futuro almirante y prócer de las fuerzas navales de la Patria.
Todo el día 15 estuvo en la prisión del cuartel. El 16 le escribió al cónsul. capitán británico Peter Green: «Como vasallo de Su Majestad Británica me tomo la libertad de dar parte a usted que entre las 7 y 8 de la tarde del 14 del corriente, estando en el camino que tira de la Recoleta a la ciudad, sin armas ni nada con que defenderme, un oficial con su partida me hicieron prisionero y me condujeron a la cárcel de donde escribo ésta (…). El motivo que me instaba pasar por este destino era el entierro de unos quinientos pesos, que había mandado por mi criado y un negro, y que iba a efectuar en algún lugar seguro de la playa por el camino de San Isidro, para quedar allí hasta que se me presentara la oportunidad de un buque mercante que los condujera a mi mujer y familia en Inglaterra, a fin de que participara conmigo una parte de lo que con tanto trabajo he ganado».
¿Era delito sepultar dinero? No. Hasta era habitual hacerlo: la gente no guardaba sus valores en el colchón, sino que los enterraba. Pero se presumía que quién lo hacía en la costa quedaba a la espera de una noche propicia para embarcarlo. Cuando las condiciones del tiempo lo permitieran (baja visibilidad y aguas calmas) era desenterrado y cargado a un bote que lo transportara hasta un buque, salteando los controles de la Aduana.
Cabe preguntarse por qué no guardaba uno el dinero en su casa y lo transportaba al bote en la noche ideal. Eran varios los motivos. Uno de ellos, la seguridad. Brown había terminado un negocio nada fuera de lo común (llevaba mercadería a Chile en un barco que se averió y terminó cruzando los Andes con mulas cargadas). A Buenos Aires regresó con buena cantidad de dinero. Él no vivía en una casa propia, sino en la Fonda de los Tres Reyes. Estaba muy expuesto a que le robaran la recaudación. Debe notarse qué, según declaró, él no llevaba el dinero, sino que lo había pasado al criado y al negro para que lo transportaran. Era una manera de proteger sus ahorros, porque si lo asaltaban en el camino, sólo a él lo revisarían. Ese tipo de depósito era común y se denominaba entierro o tapado.
El capitán Green logró convencer a las autoridades de que el irlandés había actuado con desconocimiento de las normas aduaneras y que en todo caso su idea era pagar el viaje a su familia para que se radicaran en Buenos Aires. Fue liberado bajo promesa de que no volvería a hacerlo.
Texto del historiador Daniel Balmaceda publicado en su blog en LA NACION» Historias inesperadas»