«En Aira, los grandes acontecimientos suceden casi sin dejar rastros, con tanta celeridad que es como si nunca hubieran sucedido, los proyectos sólo aparecen para convocar las fuerzas capaces de contradecirlos», sostiene Pauls.
FUENTE: Télam
Fiorito, el cincuentón que protagoniza la nueva novela de Aira, es una de esas figuras opacas que Aira repatria cada tanto de una cantera menor, cubierta de polvo, con la que difícilmente aceptarían asociarse las acrobacias fantasiosas de su mundo literario: cierto imaginario de costumbrismo pequeñoburgués demodé, varado en alguna parte de los años ’50, entre pensiones, secretos y recatos arcaicos, cuyo delegado más conspicuo sería el Camilo Canegato de Rosaura a las diez. Personajes apagados, un poco reprimidos, condenados a vegetar en un segundo plano y a soñar –sobre todo a soñar– con el milagro, la revelación, el acontecimiento extraordinarios que les cambiarán la vida. Sin duda el prototipo ya estaba en Arlt, en el mood abrumado de sus porteños sometidos a una rutina de vejaciones mecánicas. Sólo que esas vidas tristes –el Erdosain de Los siete locos, por ejemplo– están atravesadas desde el vamos por las vetas de violencia, anomalía y extravagancia que no tardarán en arrastrarlas: están preñadas de rencor, y el rencor siempre promete catástrofe.
Aira, cuya literatura ignora las bajas pasiones, tiende más bien a infantilizar a sus cobayos. Lo primero que les concede es cierta satisfacción. («Pedir más habría significado pedir problemas», confiesa Fiorito, haciendo un balance de su vida, en el principio de la novela.) Lo que le interesa de ellos no es, pues, la inminencia de una rebelión, un estallido de revancha, sino una virginidad, cierto estado de inocencia, como si el efecto de coacción que la presión social ejercía sobre los antiguos humillados se tradujera en él en un estado de vacilación y alerta casi filosóficos, una suerte de inoperancia que reemplaza la crisis y la revuelta por la curiosidad, una atención y una porosidad exacerbadas, una hipersensibilidad. Menos atormentado que ellos, Fiorito tiene el mismo capital que sus insípidos precursores: una vida «como la de todos», ordenada, rutinaria, sin sobresaltos, y un «anhelo de aventura», la ilusión de vivir algo «dramático» que marque «un antes y un después en mi vida».
Lo que Fiorito anhela, naturalmente, es vivir un acontecimiento que convierta su vida en una novela. Si fuera un escritor más, Aira dilataría al máximo la consumación de ese anhelo, tensando las expectativas de su héroe y las nuestras, y procedería después a narrar sus consecuencias. El toque Aira consiste, una vez más, en alterar la «buena» gestión de la temporalidad narrativa: le da a Fiorito (y al lector) lo que quiere, pero se lo da ya, enseguida, a dos páginas de empezado el libro, sin preparaciones ni suspensos. Le (nos) da la aventura y la hace suceder rápido, en un abrir y cerrar de ojos, como una exhalación –tanto, que no nos da tiempo siquiera a conocer su naturaleza. Algo sucedió en la vida de Fiorito, algo grande, importante, decisivo; pero el vértigo en el que tuvo lugar lo despojó de contenido. Es una aventura a la Aira, insustancial e indeleble. Es la Forma Aventura.
Nunca sabremos qué pasó en verdad, pero ese acontecimiento único queda alojado en el corazón de la novela como una bala, o un tesoro enterrado, o una cripta, y poco a poco, como una suerte de centro hermético, a la vez mudo e influyente, se pone a organizar todos los materiales del libro. ¿Es un enigma? No del todo; no, al menos, para Fiorito, que parece estar perfectamente al tanto de lo que le sucedió y no se hace preguntas al respecto. Lo único que lo desvela, ahora que la vivió, es registrarla de algún modo, darle una posteridad. La aventura fue instantánea; su supervivencia, bajo la forma de un monumento escrito, un memorial, será pura duración: un proyecto que ocupará de allí en más toda la vida de Fiorito.
Claro que no todo es tan sencillo. Así como, en Aira, los grandes acontecimientos suceden casi sin dejar rastros, con tanta celeridad que es como si nunca hubieran sucedido, los proyectos sólo aparecen para convocar las fuerzas capaces de contradecirlos. Es en la interrupción, la postergación y el diferimiento donde la lógica de Aira brilla con más elegancia; es allí, en esa práctica gozosa de la decepción, donde Una aventura se convierte realmente en una novela de aventuras, o más bien de aventura, de una sola (la única, en rigor, que le interesa a Aira): la relación entre literatura y vida. Fiorito tenía una vida insípida; tuvo la aventura con la que soñó, y ahora el proyecto de inmortalizarla; lo único que le falta es un «formato»; y mientras lo busca (lo que de hecho le lleva casi el resto de su vida), desde luego, ¿qué otra cosa puede hacer si no ponerse a vivir?
Habría que leer Una aventura en tándem con La vida nueva (2003), joya hilarante y melancólica donde escribir y vivir jugaban ese mismo juego de rivalidad, histeria, superposición e irreconciliabilidad del que Fiorito es aquí una víctima un poco naïve, sólo que encarnado, esta vez, en un escritor «de verdad» (Fiorito no es más que un amateur, condición que en Aira es sinónimo de Gracia Aristocrática), alguien que escribe un libro, primer paso de lo que vislumbra como una larga carrera literaria, lo entrega a un editor y se sienta a esperar que se publique. Pero la edición se demora por motivos diversos, desde técnicos hasta políticos, primero meses, después años, por fin décadas, hasta que el escritor, que lo era desde la primera página, deja en cierto modo de serlo, porque su libro jamás ve la luz, pero descubre la vida que ha vivido mientras esperaba en vano la confirmación de que lo era. Una aventura, en cambio, es la fábula de alguien que sólo quiere ser escritor para conservar por escrito la aventura que le cambió la vida; nunca llega realmente a escribir, en parte interrumpido por «la vida» (el trabajo, la conyugalidad, etc.), en parte porque nunca da con el formato apropiado para escribir su aventura (lo que no es de extrañar, dado que la aventura ya es una forma, la Forma Aventura); vive a la espera de ser escritor, y en la postergación indefinida de esa espera vive su vida (esa «otra vida» que está condenado a vivir el que quiere «vivir la vida»), para descubrir, al final, que el verdadero efecto de la aventura que vivió no fue otro que el de convertirlo en un escritor en potencia.
Una aventura es uno de esos libros ejemplares, casi pedagógicos, que Aira intercala cada tanto en su reguero de publicaciones, como asaltado por la tentación de presentar en carne viva su lógica del suceder narrativo. Las cosas nunca ocurren a secas; ocurren siempre mientras (ocurren otras); de ahí el debate, en el libro, entre la sucesión y la simultaneidad. Las cosas ocurren aun cuando no ocurran, como cuando Fiorito, al final de la novela, comprende que si nunca encontró el formato para su memorial, es quizá porque ya había dado con él. No lo encontraba porque buscaba algo que ya estaba en su poder, o en cuyo poder él, de algún modo, ya se encontraba. La aventura en Aira suele tener esa estructura distraída, de serendipia: se busca algo, y en el camino se encuentra otra cosa. No se puede algo, pero en esa impotencia no hay defección sino posibilidad, todo un horizonte de vidas y mundos insospechados. Es por eso que en Aira nunca hay pasiones tristes, aun cuando sus libros estén llenos de proyectos truncos, ambiciones no realizadas, nostalgias de cosas no hechas y vidas no vividas. Lo que escandaliza en él (para fervor de sus adeptos y desasosiego de sus detractores) es la alegría que exudan sus libros: esa alegría perseverante, incondicional, a la vez irreductible y traviesa, con la que lleva más de treinta años enrareciendo la literatura.