Este fin de semana falleció en Bariloche el pintor Egon Hoffmann (79) de modo repentino de un cáncer de páncreas.
Dolor en todos sus allegados provocó la noticia de la desaparición de este hombre del arte que vivía desde hace décadas con su mujer María Hayddé en la península San Pedro.
Queda su obra, quedan sus conversaciones y el recuerdo de ese ser tan vital y culto que hizo de Bariloche su tierra de adopción.
Tiempo atrás «Río Negro» lo entrevistó en su casa-atelier y parte de ese encuentro decía lo siguiente:
«Por lo general, casi todos los artista tratan de abordar con su arte el tema esencial y eterno, el dilema que plantea la existencia: qué estamos haciendo aquí. Cada uno, por supuesto, lo resuelve a su modo: Miró, por ejemplo, lo hizo pintando un perrito que no entiende nada, ladra a la Luna y lanza sus preguntas al aire para que lo reorganice el universo; Picasso es más carnal y se aferra a la mujer, al sexo, a lo más animal del ser humano. Y el talentosísimo Egon Paul Hoffmann (75) ¿cómo lo plantea?
Estaba un poco fría la mañana, días atrás, en la península San Pedro, en Bariloche. Un otoño fabuloso invita al encuentro con este pintor, escultor y orfebre cuyas obras se encuentran en colecciones privadas de Argentina, Europa y Estados Unidos.
Estamos en su casa-atelier, pasadas las 9. Ideal para tomar un café: él invita con una medida amigable de Jack Daniel’s. Afuera, el rocío no impide que se vea para un lado el Brazo Campanario y para el otro el lago Nahuel Huapi; adentro, quien fuera discípulo del pintor Gerardo Guastavino dispuesto a la charla. Un poco más allá, su mujer María Haydée (69), atenta.
Todos los caminos durante más de dos horas de diálogo siempre conducen a la trastienda del arte, que «es dura y muy cruel». Revela la miseria humana de la que nadie escapa, reconoce.
-Todos somos una punta de flecha que irrumpimos con esa carga que llevamos para bien y/o para mal. Y la pintura es la presencia de esa velocidad con que pasamos por este mundo. La pintura es presencia: siempre está ahí, diciéndonos algo distinto cada día.
Acota con esa sencillez que da la sabiduría: «la pintura es un sentimiento noble que se revela en un presente eterno. Es ese acto que nos permite percibir la eternidad».
Este es un momento de confusión para el arte, sigue. «Hay muchos jóvenes que creen que pintan. Y no pintan. En esto no se improvisa; además hay que saber ver». ¿Y cómo ve un pintor? «Va a lo sustancial, eliminando las molestias del camino. Ese trayecto debe ser capaz de sintetizar lo que uno siente y luego saber transmitirlo y proyectarlo».
Egon siempre deslumbra, dicen sus amigos. Será por eso de que tiene un sentido del humor increíble; que es un lector empedernido; muy perceptivo de la gente que lo rodea; gusta, preferentemente, de la música clásica y el jazz; cocina como un verdadero gourmet («comidas sencillas, alemanas; no te vayas a creer que me complico»); le apasiona la pesca; ama el buen beber y sorprende siempre con su memoria prodigiosa. «Tiene un archivo de cine en la cabeza y son muchísimos los filmes que se sabe de memoria», subrayan desde la intimidad. ¿Sus ídolos? Humphrey Bogart y Greta Garbo. Justamente fue una película de la Garbo, «Mamushka» la excusa para empezar su noviazgo con María Haydée, su mujer de toda la vida, allá en Ciudad de Jardín, en Palomar, provincia de Buenos Aires.
«Egon era jovencito y ni bien lo ví me enamoró. Fue en el taller de su maestro Guastavino. Me pidió el teléfono y me llamó luego a la Escuela Superior de Bellas Artes «Ernesto de la Cárcova», donde yo estudiaba.
Fuimos a ver ‘Mamushka’ y nunca más nos separamos», comenta su esposa quien fue compañera de estudio de Marta Minujín por aquellos ’50 y ’60 y uno ve ahora a María Haydée tan suavecita ella, tan delicada como una abuela de una postal cordillerana y uno ve también ahora a la Minujín con esos overoles plateados y que de tan acelerada y estimulada vaya a saber porque yerbas de por ahí no se le entiende nada, es inevitable la comparación y la maravilla de ver cómo se toman los caminos de la vida de modos tan, pero tan, diferentes.
Pasa la media mañana y ofrece una picada de ahumados -algunos productos barilochenses, otros chilenos-. Las copas reemplazan a los vasos de wisky y el champagne potencia, ahora, las sensaciones.
-Esta casa está hecha con restos de la capilla San Eduardo, del Llao Llao. Era el único refugio de la Villa Campanario.
Los cuadros, de más está decirlo, inundan todo.
«Pinto desde los 14 años. Pocos años después conozco a Guastavino, quien me cambió la vida para siempre». Figurativo, apenas rozado por cierta dureza expresionista, Guastavino (1987- 1978) le dio a la pintura argentina un mayor aliento desde la década del 50 con sus creaciones: autodidacta, empezó a concurrir al Salón Nacional de Pintura desde 1930 hasta 1951. En 1939 Guastavino intervino en exposiciones en Nueva York y en el Fine Arts Museum de Richmond. Recorrió EE.UU., Uruguay, Paraguay y Chile. En el 42 obtuvo el Premio Eduardo Sívori del Salón Nacional. Decoró el Museo argentino de ciencias naturales Bernardino Rivadavia, de Buenos Aires. «Eramos unos pibes Soldi, Quirós y yo y en su taller encontrábamos al maestro-poeta que nos enseñaba, por sobre todo, sobre la vida. La relación perduró en el tiempo». Incluso cuando enfermó Guastavino, Egon lo cuidaba y le cocinaba hasta los domingos. «Es que de él aprendí todo. Soy por él». Se emociona en el recuerdo. Pareciera que habla de un padre.
Respira y vuelve a su pasión. Comenta que siempre pinta dos o tres cuadros a la vez. «Es que un cuadro tiene que descansar. Así decanta lo esencial de lo superfluo. Entonces mientras una pintura descansa sigo con la otra y así sucesivamente…».
Mientras tanto, dice, uno duda: «la duda debe existir siempre en el arte. Porque es en la búsqueda de una posible respuesta donde será posible la creación».
El día ya promedia. El sol estalla afuera y las codornices se pasean por el jardín. Egon parece estar feliz. Porque este día, una vez más, como a lo largo de casi toda su vida, aceptó y asumió el riesgo de que para experimentar verdaderamente los colores de sus cuadros hay que beberlos, bañarse en ellos, encontrar la manera de pintarlos hasta que encuentren su propia voz. Cuestión difícil, dolorosa y placentera si la hay. Pero ahí estará siempre su talento natural y bendito para consolarlo siquiera un poco: «es cuando uno roza la trascendencia. ¡Qué intensidad es ese momento!», confiesa Egon.
El champagne se terminó. Queda la profunda sensación de que de vez en cuando compartir con un artista las cuestiones que puede provocar el arte es para agradecerlo entrañablemente. «¿Abrimos otra botella?», tantea Egon. Es que hay que brindar.
Horacio Lara
hlara@rionegro.com.ar
FUENTE: diario Río Negro