Un soldado francés sobrevivió a su ejecución en 1914 para caer luego en combate
En las trincheras era fácil perder el coraje, si alguna vez lo habías tenido. El propio Lord Moran, mi autoridad de referencia (y de Churchill, del que fue médico personal y amigo) en temas de valor admite en ese libro de cabecera que es The anatomy of courage que en los campos de Flandes y Francia en la I Guerra Mundial resultaba complicado mantener la cabeza fría, sobre todo si eras una persona sensible e imaginativa (que damos los peores soldados) y un obús convertía en un surtidor de sangriento picadillo al camarada a tu lado. Y eso que él, Lord Moran, ganó una medalla (la Military Cross) durante la batalla del Somme.
En aquel enfangado matadero de la guerra, donde no existía ni siquiera la posibilidad de tener una muerte decente (ya que estamos), sino que se moría de manera masiva, anónima, absurda, inútil y gratuita, en aras de los fútiles planes de un puñado de oficiales de alto mando majaderos y sin escrúpulos, proliferaron, como es lógico y humano, los casos de enajenamiento mental (enteras “trincheras de locos”), cobardía, deserción, abandono del puesto, automutilación, desbandada y amotinamiento. Lo realmente raro, piensa uno, es que en esas circunstancias de pesadilla (murió un soldado de infantería francés de cada tres, “días tan tenebrosos y desolados como la noche, todo es sucio, desnudo y frío, hay que sumergirse en las entrañas de la tierra”, describió el gran Frederic Manning) no se fueran todos los combatientes a casa.