Hace 100 años

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Mucho más que el resto de los aniversarios, los centenarios se prestan a las celebraciones. En los peores casos, derivan en evocaciones triunfalistas que suponen groseras manipulaciones del pasado. En los mejores, permiten una reflexión crítica que sólo puede tomar como base una lectura desmitologizada de la historia. El bicentenario de la declaración de la independencia de las “Provincias Unidas en Sudamérica”, que se celebrará este año con innumerables iniciativas, ofrece una nueva ocasión para acercarnos al pasado, no con la intención de “aprender de la historia”, sino más bien con la de interrogarnos críticamente con vistas a la construcción de nuestro futuro como país. Para ello creemos importante recordar a grandes rasgos no sólo lo ocurrido en 1816, sino también la situación de nuestro país en el momento de las celebraciones del primer centenario de la independencia.

La revolución acorralada

Las circunstancias en que el Congreso de Tucumán declaró la independencia fueron de las más difíciles desde 1810. Al convocar el congreso que será conocido póstumamente como Asamblea del año XIII, tras dos años de guerra y disidencias facciosas, el movimiento revolucionario declaró insubsistentes los derechos del Fernando VII a causa de su “eterno cautiverio” en manos de Napoleón. Pero en 1814 Fernando fue repuesto en su trono por las potencias restauradoras que acababan de derrotar al Corso, en medio de un clima político e ideológico enemigo de cualquier experimento revolucionario y, ante todo, de cualquier veleidad republicana. Tras la celebración del Congreso de Viena, en Europa los antiguos monarcas recuperaban sus coronas y hacían lo posible por retrotraer el estado de cosas al antiguo sistema monárquico de origen divino. En ese contexto, hasta Inglaterra, que si no se había sumado a la Santa Alianza tampoco se había declarado su enemiga, decidió el embargo de armas a los insurgentes hispanoamericanos.
En América los avances reconquistadores de la causa realista se abren paso y triunfan de Venezuela a Chile, con lo que la revolución rioplatense, único foco de resistencia superviviente, se encuentra acorralada. Sobre ella pesa siempre la amenaza portuguesa –la familia reinante se ha instalado en Río de Janeiro en 1808–, y una inminente expedición española que ataque directamente a Buenos Aires se considera en 1815 prácticamente un hecho. Por eso Rivadavia y Belgrano, comisionados en Europa, hacen lo que pueden a lo largo de ese año aciago por obtener una reconciliación con Madrid, en principio tratando –infructuosamente– de conseguir el apoyo de Carlos IV. Rivadavia llega a pedirle a Fernando VII que, como “padre de sus pueblos”, les dé “a entender los términos que han de reglar su gobierno y administración”. Pero los funcionarios regios reclaman como condición para cualquier acuerdo un “sincero arrepentimiento”; hacen notar a Rivadavia la debilidad de su situación y que no es propio de vasallos entablar negociaciones con sus soberanos, y lo invitan a abandonar el reino. Tras cruzar las fronteras, el emisario porteño descubre que no es más súbdito de Fernando, porque en Tucumán el congreso ha declarado la independencia.
Fronteras adentro la situación no es menos adversa. En 1815 la disidencia federal que lidera José Gervasio de Artigas se ha expandido desde la Banda Oriental hacia Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, Córdoba y La Rioja. Incluso en Salta ha surgido un fugaz polo de resistencia a Buenos Aires capitaneado por Martín de Güemes. Mientras a la guerra revolucionaria se suman los enfrentamientos con las provincias que han adherido a la liga federal artiguista, que en 1820 pondrá fin al poder central con la caída del Directorio, en el seno mismo de Buenos Aires las luchas facciosas –con sus cambios de bando y sus intrigas interminables– provocan sucesivos derrumbes políticos.
Todos estos hechos conducen a una suerte de callejón sin salida. El congreso de Tucumán, que sucede a la Asamblea, declara la independencia de las “Provincias Unidas en Sudamérica” –que no se sabe exactamente cuáles son– en medio de una situación de incertidumbre y un clima de zozobra. Pero si hay unanimidad en cuanto a la necesidad de declarar la independencia, visto que la coyuntura no permite en ese plano medias tintas, no la hay en cuanto a la forma de gobierno. Las salidas republicanas tienen muy mala prensa y es preferible adoptar alguna monárquica, capaz de despertar simpatías en las cortes europeas. Mientras Belgrano –que ha vuelto de su misión diplomática en Europa convencido de las virtudes de esa forma de gobierno– propone coronar a un descendiente de los Incas y consigue el apoyo de Güemes, los emisarios que trabajan en Europa exploran las posibilidades de encontrar algún candidato dispuesto a tomar asiento en un hipotético trono sudamericano, desde algún pariente pobre de la casa real inglesa hasta el príncipe de Lucca, que tiene la ventaja de pertenecer a la familia Borbón, que reina de nuevo en España, en Francia y en algunos estados italianos.
La coyuntura de 1816 está marcada por las vacilaciones, las incertidumbres, las indefiniciones y los temores. Problemas como el del federalismo, que el auge del movimiento artiguista pone drásticamente sobre el tapete, han de acompañar la trágica historia del país naciente a lo largo de buena parte del siglo XIX.

El país celebra el primer centenario

En 1916 las enigmáticas “Provincias Unidas en la América del Sur” se han transformado en un próspero país conocido con el nombre de República Argentina y con el justiciero sobrenombre de “granero del mundo”. Las incertidumbres y el pánico de 1815 y 1816 han pasado al olvido y los escolares pueden abocarse a dibujar, con plumín y tinta china, la Casita de Tucumán y el heroico cruce de los Andes.
Ciertos indicios sugerían que la historia había terminado bien: tras decenios de luchas civiles, la Argentina había logrado la unidad política durante las “presidencias históricas” de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. A partir de 1880 las fronteras se habían consolidado y la economía argentina había encontrado su lugar en el mundo, básicamente a través de las exportaciones de alimentos. El crecimiento económico sobre la base del sector externo había dado lugar a la conformación de un mercado interno expansivo que satisfacían pujantes empresas nacionales y extranjeras. El territorio se había cubierto de líneas férreas y se habían construido puertos, trazado caminos y edificado puentes. Atraídos por la prosperidad, centenares de miles de inmigrantes, sobre todo europeos, habían elegido el país para establecerse y echar raíces. Recientemente, además, un sector reformista de la élite gobernante, crítico del sistema político excluyente urdido por el Partido Autonomista Nacional, había logrado la sanción de una ley electoral que imponía el voto masculino universal, secreto y obligatorio.
Con todo, si la coyuntura promisoria de 1916 recuerda muy poco la de un siglo antes, no por ello deja de presentar importantes desafíos. Mientras las adversidades económicas graves parecían haber quedado atrás luego de la superación de la crisis financiera de 1890, se percibían inquietantes problemas de índole política y social. El clima cosmopolita del siglo XIX había ido dejando paso –en todo el mundo– a nociones de la nacionalidad más estrechas, vinculadas a una definición cultural de la pertenencia que enfatizaba la necesidad de la homogeneidad. La “identidad nacional” ha de construirse sobre la base de la uniformidad de la lengua, de las costumbres y de las tradiciones. Europa, sumida entonces en la Primera Guerra Mundial, muestra del modo más descarnado los extremos a que puede conducir ese tipo de nacionalismo.
En el caso de la Argentina, donde la proporción de extranjeros en 1914 alcanza casi al 30% de la población total –en los Estados Unidos nunca llegó a la mitad de esa cifra–, el desafío de transformar a los habitantes en ciudadanos “verdaderamente argentinos” constituye una tarea ciclópea. Para lograrlo se ponen en funcionamiento diferentes mecanismos: la escuela, con su enseñanza de la historia atenta a las efemérides de las glorias nacionales y con su liturgia patriótica obsesiva; el servicio militar obligatorio, que entre otras cosas se propone transmitir valores patrióticos a los hijos de inmigrantes y a otros ciudadanos a los que se considera necesitados de ellos, como los indígenas; la Iglesia, cuya acción se evalúa crecientemente importante, en la medida en que se advierte que la enorme mayoría de los inmigrantes proviene de países católicos y que su prédica podría contener las tendencias “disolventes” de los “maximalistas”.
En el plano político, Hipólito Yrigoyen, tras organizar varias intentonas revolucionarias, acaba de acceder a la Presidencia de la República gracias a la aplicación de la nueva ley electoral. Con ello, la clase política que condujo los destinos del país desde 1880 ha perdido las riendas de la situación, con lo que la coincidencia entre poder económico y poder político tiende a desdibujarse. A ese factor de potencial inestabilidad se suman otros: el crecimiento del Partido Socialista, fundado por Juan B. Justo en 1896; pero sobre todo la acción de otro actor cuyo accionar se juzga desde el poder más peligroso: el anarquismo, de fuerte penetración en un mundo obrero cada vez más vasto.
En síntesis, si el país que en 1916 celebra el centenario de su independencia política podía hacer gala de una prosperidad económica que parecía más sólida de lo que era en realidad, enfrentaba a la vez una serie de problemas. Algunos de ellos habrán de encararse, a lo largo del lacerante siglo XX, con diferentes fórmulas –a menudo trágicas– y con éxito dispar.

La Argentina que celebra el bicentenario

Dijimos al comienzo que las celebraciones de los centenarios son propicias a los balances. Si los argentinos de hoy recordamos lo ocurrido en 1816 dejando de lado los relatos mitológicos, podemos jactarnos, al igual que hace un siglo, de haber llevado a buen término la decisión de aquellos hombres que, en medio de una situación desesperada, optaron por crear un país independiente.
Pero el ejercicio retrospectivo es más fructuoso si ponemos como punto de comparación la situación del país en 1916, porque si en este caso el balance es menos favorable, es sin embargo más instructivo. Hace un siglo no teníamos ya una reunión de provincias sudamericanas que saltaban al vacío de la independencia movidas más por el terror que por el heroísmo, sino un país que había sorteado con éxito muchos de los escollos opuestos al proyecto de nación que cristalizara en 1853, y que aun en el contexto crítico de la Primera Guerra Mundial exhibía orgulloso al mundo su prosperidad económica y un gran optimismo en cuanto a sus posibilidades futuras. Un país que se planteaba el desafío de transformar a sus habitantes en ciudadanos y que aspiraba a encontrar mecanismos que le permitieran administrar exitosamente los ineludibles conflictos que conllevan la economía capitalista, el ejercicio de la política moderna, el nunca bien resuelto problema del federalismo –que se arrastraba desde la revolución y aún no hemos solucionado–, la instauración de un sistema político y otros que sería largo enumerar.
En este 2016 la democracia está consolidada. Aprendimos que se trata del mejor sistema de gobierno. Pero también coincidimos en que puede mejorarse. Las peripecias de las últimas décadas invitan a ser prudentes, aprovechando los logros y sobreponiéndonos a los problemas. Estamos en un momento crucial de nuestra historia. Es tiempo de trabajar para construir una nueva etapa política.
A diferencia de 1916, ya no sirve el excesivo triunfalismo, ya no conquista la idea de que el país tiene el porvenir asegurado, o que “está condenado al éxito”, según la frase que se escuchó muchas veces. No existen destinos inexorables. Son siempre impredecibles y cambiantes. Y hay construirlos. Por lo tanto, los acontecimientos requieren de adaptaciones y acciones creativas. En perspectiva de futuro, es fundamental la construcción de consensos y el fortalecimiento de las instituciones que permitan una acción colectiva eficaz y equitativa en un contexto cada vez más global e interdependiente.

FUENTE: Criterio Digital

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