Entre los siglos XVI y XIX cientos de miles de hombres, mujeres y niños fueron secuestrados, trasladados en barcos a tierras desconocidas y vendidos como esclavos.
No estamos hablando del comercio de esclavos transatlántico, en el que varios millones de personas mayoritariamente del centro y oeste de África fueron vendidas a europeos occidentales para ser llevados a América, sino de europeos occidentales capturados por los corsarios otomanos para venderlos en el norte de África.
En incursiones esclavistas musulmanas, conocidas como razzias, los piratas berberiscos capturaban cristianos en ciudades y pueblos costeros europeos, principalmente en Italia, Francia, España y Portugal, pero también en las Islas Británicas, los Países Bajos, y tan lejos como Islandia.
Los cautivos, invariablemente con pocas posibilidades de volver a ver sus hogares, soportaban condiciones miserables, condenados a una vida de trabajos forzados y torturas.
Del remo a la vela y al norte
Usando galeras de remo, los corsarios otomanos saquearon metódicamente el Mediterráneo a lo largo del siglo XVI.
El negocio de los berberiscos, que también tomaban barcos, mercancías y cautivos europeos en el mar, era mucho más grande de lo que muchos imaginan.
Se estima que, a lo largo de tres siglos, los corsarios que operaban en los puertos de la costa de Berbería (en el norte de África) capturaron y esclavizaron a más de un millón de europeos.
Es difícil evaluar el costo de los bienes que robaron y destruyeron, pero fue enorme.
Y cuando, en las primeras décadas del siglo XVII, con la ayuda de renegados holandeses y británicos aprendieron a navegar barcos de vela cuadrada, concentraron sus ataques en las poblaciones del norte de Europa.
Para aquellos que tenían la mala suerte de ser capturados, la perspectiva era sombría.
«Sufrenla más miserable esclavitud» y son «sometidos a trabajos extremos y difíciles a diario, con un pequeño suministro de pan y agua para su comida (…), pero lo peor es el trato extremadamente duro y salvaje«, relata un documento presentado al parlamento británico sobre los cautivos en Argel.
¿Cómo los vendían?
Muchos eran vendidos como esclavos en la ciudad de Argel.
El mercado de esclavos al aire libre quedaba en el Al-Souk al-Kabir o la Gran Calle de los Souks, una amplia vía bordeada de mercados (zocos) que atravesaba transversalmente la ciudad.
Primero, los nuevos cautivos eran obligados a desfilar a lo largo del Al-Souk al-Kabir mientras los vendedores gritaban para atraer compradores.
Una vez en el mercado de esclavos, los cautivos eran desnudados y examinados.
Los hombres tenían que saltar, para mostrar su condición física, y eran golpeados con palos si no cumplían con prontitud.
Los compradores examinaban los dientes de los cautivos masculinos para ver si eran aptos para el trabajo como remeros en las galeras, la cual era considerada como la peor de todas las condenas en vida.
Los compradores también examinaban sus manos para ver si tenían callosidad. Las manos suaves indicaban una vida de facilidad y riqueza, y por lo tanto, potenciales beneficios en forma de un gran rescate.
El alto costo de la libertad
Los montos de los rescates superaban de los medios de la mayoría de los cautivos.
Para darnos una idea, £80-£300 era el rescate típicamente solicitado por los corsarios para los cautivos individuales.
El más bajo representaba el salario de 8 años de un trabajador agrícola británico y 4 años del de un artesano de Londres calificado en el siglo XVII.
¿Cómo era la vida de los esclavos?
Lo mejor que podían esperar era que los compraran para ser empleados domésticos, pero eran pocos los afortunados.
Las mayoría de las mujeres jóvenes eran compradas para harenes y desaparecían para siempre.
La suerte de los hombres frecuentemente era una existencia limitada al trabajo duro y el maltrato.
Una vez vendidos, los esclavos quedaban atrapados en una vida cotidiana funesta.
Si no se les asignaba la brutal tarea de las galeras, los hombres eran empleados en trabajos forzados: extraer piedra y transportarla, trabajar en cadenas en sitios de construcción, girar las muelas en molinos de grano como animales de tiro o limpiar fosas sépticas.
Muchos eran esposados y obligados a arrastrar cadenas pesadas. Por la noche, los encerraban en los bagnios (corrales de esclavos), donde dormían en el frío suelo de piedra.
¿Eran torturados?
Si «transgredían», podían ser castigados con el método de tortura conocido como la falanga, en el que las plantas de sus pies eran golpeadas sin piedad.
En su memoria autobiográfica «Eleni», el periodista investigativo y autor Nicholas Gage, describe el tremendo y ampliamente utilizado castigo:
«Cada golpe de la vara no sólo se siente en la planta de los pies, dolorosamente doblados hacia arriba cuando el palo aplasta los delicados nervios situados entre el talón y las eminencias metatarsianas de los pies; el dolor sube vertiginosamente por los músculos extendidos de la pierna y estalla en la parte de atrás del cráneo. Todo el cuerpo sufre atrozmente y la víctima se retuerce como un gusano«.
En su libro «Tortura», Edward Peters, profesor emérito de Historia de la Universidad de Pensilvania, añade que de esa forma, «la víctima siente inmediatamente dolor e hinchazón, y esta última se extiende hacia arriba, hasta más allá del tobillo. Se reduce el funcionamiento de los tobillos, los pies y los dedos de los pies».
¿Podían prosperar los esclavos en su nuevo entorno?
Unos pocos.
Argel era una ciudad cosmopolita donde los esclavos podían avanzar valiéndose de su inteligencia, su habilidad o su perseverancia, algo que era casi imposible en las sociedades europeas estratificadas.
Sin embargo, aunque algunos fueron rescatados y otros escaparon, la mayoría no encontró salida y terminó sus vidas en un cautiverio miserable.
Los más desafortunados
Emanuel d’Aranda, un soldado flamenco que fue esclavizado en Argel en 1640-42, no solo pinta un retrato de hombres abandonados, indigentes y no valorados, sino también uno en el que los británicos eran los más desafortunados de los desafortunados.
«El invierno que estuve en las jaulas de esclavos, observé que habían muerto por encima de 20 de ellos (británicos) por pura necesidad. Tampoco son tan apreciados por los turcos«.
Y el número de cautivos de las islas británicas aumentó considerablemente, llegando a ser un estimado de 25.000, en una época en la que la población de las islas británicas era de unos 6.500.000.
Algunos fueron rescatados, algunos escaparon, otros murieron por exceso de trabajo, malnutrición, enfermedad o desesperación.
Pero por cada cautivo que pereció o ganó su libertad, muchos más fueron capturados.
¿Por qué les iba peor a los británicos?
Parte de la explicación radica en el hecho de que, al comienzo de la crisis, Londres no logró dar una respuesta efectiva.
Los cautivos de las naciones católicas mediterráneas contaban con la ayuda de sus gobiernos, que tenían una amplia experiencia en el trato con Berbería.
Además, eran asistidos por órdenes religiosas de redención, como los trinitarios y los mercedarios, fundados en la Edad Media con el objetivo específico de rescatarlos.
Londres no tenía procesos institucionales establecidos para tratar el problema eficazmente.
Con Inglaterra en un estado de agitación casi constante -cortesía de la plaga, la Guerra Civil y los conflictos con Portugal, España, Francia y la República Holandesa-, la Armada Real tenía muy pocos barcos y fondos para afrontar adecuadamente la escala de la amenaza.
Además, la posición del gobierno inicialmente fue negarse a pagar por liberaciones, pues alentaría más secuestros.
Fue sólo cuando los comerciantes -preocupados por la pérdida de sus marineros y sus ganancias- recurrieron a la navegación con otras naciones, que el gobierno empezó realmente a tomar cartas en el asunto.
Política y fuerza
La resolución de Carlos I fue una combinación de voluntad política y fuerza bruta.
Tomó medidas contra la corrupción burocrática, envió expediciones oficiales para liberar a los cautivos en masa y empezó a negociar tratados con los diversos Estados de Berbería.
Las medidas solo podrían tener un impacto en el terreno respaldadas por el poder militar.
Afortunadamente durante la segunda mitad del siglo XVII, la Armada Real se transformó en una formidable arma de guerra: creció en tamaño, se volvió más profesional y contó tecnología marítima de vanguardia.
Al principio, los ataques no tuvieron mucho éxito.
Pero en 1713, después de la Guerra de Sucesión española, Reino Unido tomó posesión de Gibraltar y el puerto de Mahón en Menorca, desde donde pudo atacar y proporcionar una poderosa protección para el transporte mercante británico.
Los diversos Estados de Berbería se vieron obligados a firmar tratados de no agresión, exigibles gracias a una fuerte presencia naval británica.
Los corsarios de Berbería no fueron eliminados por completo hasta el siglo XIX.
* Este artículo es una adaptación de «When Britons were slaves in Africa«, escrito por Adam Nichols, de la Universidad de Maryland, EE.UU. para la revista BBC History.