Ansioso de gloria y fama, el joven general de origen corso organizó en 1798 una expedición a Egipto en la que llegó a conquistar Alejandría y El Cairo, pero que finalmente terminó en un estruendoso fracaso.
Este óleo, de Louis- Joseph François, recrea la batalla ante las pirámides entre las tropas de Napoleón y las fuerzas mamelucas en 1798. Museo de Bellas Artes, Valenciennes.
En 1798, Napoleón era un hombre flaco y enjuto de 28 años, devorado por la ambición y los sueños de gloria.Sus grandes victorias en Italia lo habían convertido en el ídolo de las masas y lo habían acostumbrado a mandar sin dar cuentas a nadie. Barras, su antiguo protector, dijo a sus colegas en el gobierno de Francia: «Promocionad a este, o se promocionará a sí mismo». Lo cierto es que al Directorio –un Gobierno colegiado de cinco miembros, que regía el país desde hacía cuatro años– le faltaba el prestigio que a Bonaparte le sobraba.
Corrupción, golpes de Estado e insurrecciones habían marcado su trayectoria.La situación era tan inestable que Bonaparte tenía siempre un caballo ensillado por si tenía que partir a toda prisa. «Debería derrocarlos y proclamarme rey –confesaba el joven general–; pero aún no es el momento. Estaría solo».
Fue entonces cuando surgió la idea de la conquista de Egipto. Algunos miembros del Directorio, como Talleyrand, ministro de Asuntos Exteriores, pensaron que Francia podría establecer allí un dominio colonial. No solo eso. Egipto podría ser la primera etapa de un proyecto más ambicioso: establecerse en la India, donde Gran Bretaña, el gran enemigo de la República francesa, gozaba de una amplia zona de influencia.
EL SUEÑO DE ORIENTE
Bonaparte aceptó el desafío. Como muchos contemporáneos se sentía atraído por el exotismo oriental; había leído una obra muy popular por entonces, el Viaje a Egipto y Siria de Constantin Volney, publicada en 1794, la mejor fuente de información sobre Egipto.