Pink Floyd antes del lado oscuro

Hans Keller, un musicólogo inglés de aspecto señorial, bigote exuberante e incondicional de la música clásica, parece un tirano sin misericordia, falto de toda diplomacia para tratar a un par de veinteañeros en el despegue de sus trayectorias. “Su música consiste en una repetición constante y algo totalmente aburrido, un ruido terrible”, dice cuando en 1967 presenta en su programa The look of the week a Roger Waters y Syd Barrett, la mitad más sobresaliente de un cuarteto primerizo conocido por esos días como The Pink Floyd.

“¿Y por qué tocan tan alto y amplificado?”, ataca después. “Ustedes tienen un público y las personas que tienen un público merecen ser escuchadas, quizás yo esté equivocado”, arremete de a poco. “Ustedes no crecieron escuchando violines, pero no todo el mundo que ha crecido así termina en algo tan ruidoso”, golpea con fuerza. “Mi opinión es que lo que hacen es casi como regresar a la infancia”, remata cuando quienes tiene al frente parecen caer noqueados en la lona.

Pero no. Waters y Barrett no solo resisten, responden con cortesía y hacen gala de una paciencia admirable. En esos momentos, saben que el maltrato del anfitrión es una consecuencia más del remezón profundo, entre el impacto y la incomprensión, que generó la banda en la Inglaterra de los 60. Casi parecen preparados para el desprecio de los que no entendieron nada.



Porque en ese 1967 en que el rock alcanzó su propio florecimiento renacentista, no hubo banda más sorprendente y singular que los ingleses: inclasificables, inventivos, con melodías infantiles retorcidas por un eco siniestro y que en plena escalada hippie describían a gnomos, espantapájaros y peleas galácticas entre Júpiter, Saturno y Neptuno. Eran la continuación hardcore y narcótica del punto exacto donde había quedado Sgt. Pepper.

Además, se debían hacer cargo de un debut, The piper at the gates of dawn, donde por primera vez un conjunto no tomaba recursos de la música negra –el ritmo, la sexualidad, las letras de la realidad cotidiana- y que los presentaba como estudiantes venidos del respingado mundo del arte y la arquitectura, y no como hijos de la clase obrera, la cuna que más ensalzaban los músicos británicos de esos años.

Eso fue lo que intentaron explicar en esa entrevista que pasó a la historia como una de las más infames en la carrera del grupo y que hoy es parte del box set The Early Years 1965-1972, uno de los lanzamientos más intimidantes y ambiciosos de los últimos tiempos. Es lógico: nada en la historia de Pink Floyd ha venido en frasco chico.


El cofre mágico

Se trata de una caja de 28 discos divididos en 11 CDs, 8 Blu-ray, 9 DVDs, 5 vinilos de siete pulgadas y 40 elementos de memorabilia que incluyen réplicas de pósters, tickets de conciertos, flyers, avisos de prensa y libros de sus giras. “11 horas 45 minutos de audio y 14 horas de contenido audiovisual. 20 canciones nunca antes publicadas y 7 horas de material en vivo jamás lanzado ”, precisa la reseña oficial del proyecto.

En rigor, la colección cubre los años formativos, aquel período de ensayo y error, de práctica y precalentamiento –de álbumes de absoluta transición como More (1969) y Oscured by clouds(1972)- que remató en su millonaria obra maestra, The dark side of the moon (1973). Mucho de lo ofrecido ya está hace rato en manos de sus seguidores, pero nunca se había condensado en una sola iniciativa y nunca había sonado o se había visto tan impecable.

Por lo demás, es un banquete casi orgiástico para cualquier devoto: los miembros de Pink Floyd, hombres gruñones como pocos con su patrimonio, nunca han sido muy dados a editar material inédito, salvo en los últimos años, cuando el paso del tiempo y la obvia evidencia que la agrupación jamás volverá a reunirse han facilitado el rastreo arqueológico de su obra. Como ejemplo, nunca quisieron registrar la gira del disco Animals (1977) –esencial para entender el estrellato y la descomposición grupal que culminó en The Wall (1979)-, por lo que sus fanáticos se han debido resignar por décadas a grabaciones de limitadísima calidad.

Con los años, la distancia de los músicos se ha hecho aún mayor precisamente con esos años iniciales, con la prehistoria, siempre relegada a un espacio marginal en las giras solistas de sus integrantes. Recién en las fechas de su tour de fines del año pasado, Waters desenfundó por primera vez en vivo “One of these days” y “Fearless”, las composiciones quizás más representativas de Meddle (1971).

Pero como todo tesoro, conseguirlo no es fácil. En Amazon su precio bordea los $320 mil, mientras que en algunas disquerías chilenas alcanza la privativa cifra de $500 mil. Como consuelo, se ha lanzado una edición doble que resume lo mejor del proyecto, a cerca de $20 mil. Satisfactorio, aunque no suficiente.



La estrella que no fue

Pero más allá de la revelación de algunos eslabones claves de su historial, The early days demuestra cómo se repartían las fuerzas en esos días. El primer Blu-ray del box set –titulado 1965-1967: Cambridge St/ation– parte con aquellas legendarias imágenes del primer viaje en ácido de Syd Barrett, corriendo libre por las colinas inglesas y con la mirada extraviada en la estratósfera. Desde los 80, aquellas secuencias circulaban como contrabando en cintas VHS que buscaban confirmar lo que hasta entonces solo había propagado la leyenda: que el héroe perdido de Pink Floyd, el responsable de su nombre y el espíritu de sus comienzos, fue un genio sepultado por el LSD.

Luego hay grabaciones de Barrett y el resto de sus compañeros en las afueras de los estudios Abbey Road –todo muy Beatle-, para después ingresar al propio recinto y empezar a caminar por la locura. Ahí hay primeros planos, contrapicados y tomas hipnóticas a los músicos trabajando en estudio, golpeando baterías y manipulando como cirujanos pedales de distorsión en los largos pasajes de “Interstellar overdrive” y “Nick’s boogie” (inédita hasta mediados de los 90). Es un viaje perturbador.

Como todo en ese período, la atención se concentra en Barrett. A diferencia del resto de su tropa, el cantante quería convertirse en una auténtica estrella del pop y no conducir su carrera por un laberinto de experimentación y letargo psicodélico. Escribía y hacía videos para singles como “Arnold Layne” –registro promocional presente en el disco-, tema de sutil perversidad, pero increíblemente pegajoso. Con su pelo ensortijado, su mirada taciturna y su rostro de niño en trance permanente, esperaba transformar a los Floyd en una fuerza única.



De no dejar que su cerebro se friera en drogas, Barrett podría haberle disputado el futuro estrellato de los 70 a David Bowie o Robert Plant. Peter Brown, el ingeniero de sonido el cuarteto, lo definió mejor que nadie cuando los vio por primera vez en vivo: “Las canciones de Syd eran mágicas y rompedoras. Los otros ni siquiera eran competentes. Sus canciones y su personalidad lo sostenían todo”.

Parte de esa tesis se puede reforzar en los shows que trae este primer disco: presentaciones en sótanos de Londres y Los Ángeles donde su público baila, mientras la música se distorsiona una y otra vez, secundada por proyecciones de diapositivas de aceite coloreado en las murallas, como unas amebas gigantes a punto de devorarse todo. “Las proyecciones de luces serán parte del cotidiano de la música en el futuro”, suelta profética una voz en off que acompaña los videos.


Los vencedores

El segundo Blu-ray –bautizado como 1968: Germin/ation– también los muestra en acción en sus ya conocidas presentaciones de ese año en ciudades como París y Bruselas, ya sin Barrett en sus filas, reemplazado por David Gilmour. Los ingleses seguían sumergidos en melodías sin esqueleto alguno, que exigían atención absoluta, pero que en contraparte nunca olvidaban el atractivo escénico, cierto acento melódico y hasta pinceladas de ironía, recursos esenciales para su posterior supervivencia.

A diferencias de las bandas nacidas en California, el otro centro de gravedad de la psicodelia en los 60, los Floyd siempre acomodaron sus ambiciones al interés del público –sus conciertos los dotaban de insuperable tensión dramática- ganando la pulseada a conjuntos que intentaron lucir mayor espesor intelectual (The Doors) o que naufragaron en aspiraciones desmedidas, como Vanilla Fudge, aquellos estadounidenses que alguna vez se plantearon resumir la historia de la música moderna en un álbum de media hora.



Para los fans, las mayores gemas vienen en el tercer disco (1969: Dramatis/ation), con parte de los ensayos y el show de The man and the journey, el mayor espectáculo presentado hasta esa fecha por la banda, preludio de los montajes apoteósicos que convertirían en su marca de fábrica; y la enrevesada interpretación de “Interstellar overdrive” junto a Frank Zappa.

El volumen siguiente –1970: Devi/ation– es otra delicia. El tema “Atom heart mother” -ese puente entre el Floyd de los 60 y la banda que una década después se transformaría en símbolo del rock progresivo, esa suite donde los bronces orquestales parecen torpedeados por guitarras-, es presentada de manera íntegra en conciertos en San Francisco y Londres. Pura clase.

Aunque los 70 y los 80 convertirían al conjunto en una máquina millonaria cuyas presentaciones empezaron a resultar cada vez más embriagantes y despersonalizadas –llenas de murallas, cerdos voladores y chimeneas de fábrica, “un Disneylandia para los rockeros del siglo XX”, según reseñó alguna vez un diario estadounidense-, bien vale la pena viajar al origen, a los tiempos menos pomposos, al embrión de un animal único en su especie. Al observar ese pasado, el diamante loco de Pink Floyd sigue brillando intacto.


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