Acuciado por prejuicios medianamente razonables -¿fue el Führer pésimo prosista o un asno sin remedio?- le propuse al editor de estas páginas leer Mi lucha y escribir un artículo. Al poco andar, me arrepentí.
Por Juan Manuel Vial (Diario La Tercera)
Hasta los 40 años de edad, Hitler vivió en calidad de estudiante pobre. La condición no era casual ni desventurada: él pensaba que así, desde la inopia, podía seducir de mejor manera al electorado de clase obrera. Pero en 1929, tras una derrota electoral, el líder de los nacionalsocialistas se cansó de aquel estilo de vida y se mudó a un espléndido departamento de un piso completo (400 m²) en un barrio pudiente de Munich. El dinero provino de los derechos de autor de Mein Kampf, el best seller que había publicado en dos volúmenes en 1925 y 1927.
El 31 de diciembre de 2015 prescribieron los derechos de autor de Mein Kampf, derechos que pertenecían al estado de Baviera (el libro, considerado un peligro, estuvo prohibido en Alemania a partir de 1945, eso hasta que en enero de este año se lanzó una edición anotada de casi 2.000 páginas, un esfuerzo del Instituto de Historia Contemporánea de Munich por explicar a cabalidad el texto). Fue entonces que guiado por una curiosidad más bien inoportuna, y acuciado por algunos prejuicios bastante razonables -¿qué clase de bodrio sería el que escribió Hitler?, ¿fue el Führer un mal prosista, un pésimo prosista o un asno sin remedio?-, le propuse al editor de estas páginas leer Mi lucha y escribir un artículo. Sobra decir que al poco andar me arrepentí.
Lo primero que hay que informar de Mi lucha -obra que casi todos discuten, pero que pocos la han leído- es que se trata de un mamotreto aburridísimo. Esto se debe, en parte, a que el narrador no dominaba las nociones elementales del desarrollo dramático. Un ejemplo: aunque participó en las campañas de trincheras de la Primera Guerra Mundial, Hitler no consiguió elaborar ni una sola imagen llamativa de aquel horror. Lo único que rompe la intrascendencia de su recuento bélico fue cuando lo hirieron en octubre de 1916. El hecho, sin embargo, distó de ser heroico; por el contrario, hay quienes incluso podrían acusarlo de afeminamiento: “Fui enviado al hospital de Beelitz, cerca de Berlín. ¡Qué cambio! Del barro de la batalla del Somme a las blancas camas de aquel maravilloso edificio”.
La escasa contundencia intelectual que Hitler deja en evidencia una y otra vez a lo largo del libro es otro aspecto a tener en cuenta. Cabe suponer que las ideas que vomita (no es una exageración), provenían de un estómago en estado de permanente regüeldo. El autor tampoco se distingue por la sofisticación con que expone sus puntos de vista, ni jamás recurre a pensadores, filósofos, historiadores o literatos para sustentar tal o cual postura. Es él mismo quien involuntariamente reconoce esta tara, cuando, haciendo gala de esa soberbia tan típica del ignaro, asegura que a los conocimientos adquiridos en su primera juventud “poco tuve que añadir después; nada fue necesario modificar”. Es fácil suponer, por lo tanto, la función que cumplían los más de 6 mil volúmenes que atestaban la biblioteca del fastuoso departamento mencionado al principio. Adolf Hitler, el arquitecto frustrado, los había dispuesto bajo una concepción ocurrente: la decoración ostentosa.
Otro ejemplo de lo mismo: en cierto momento, mientras pasaba pellejerías en la Viena de principios del siglo pasado, el ensayista quiso saber un poco más sobre los judíos. “Traté de desvanecer mis dudas, consultando libros. Con pocos céntimos adquirí por primera vez en mi vida algunos folletos antisemitas”. Si bien es posible que confundiera libros con folletos, lo cierto es que, según sus palabras, los segundos le resultaron complicados e impenetrables: “Todos, lamentablemente, partían de la hipótesis de que el lector tenía ya un cierto conocimiento de causa o que por lo menos comprendía la cuestión”. Si Hitler era incapaz de entender un panfleto, que por definición es un texto básico, llano y muchas veces pueril, ¿qué posibilidades existían de que comprendiera un libro?
En Viena también afloró otro de los rasgos salientes de la personalidad vulgar, insegura y cerril del protagonista. Me refiero a ese provincianismo lamentable y resentido que tan trágicas consecuencias le reportó a su patria y a la humanidad: “Repugnante me era el conglomerado de razas reunidas en la capital de la monarquía austríaca; repugnante esa promiscuidad de checos, polacos, húngaros, rutenos, serbios, croatas, etcétera, y, en medio de todos ellos, a manera de eterno bacilo disociador de la humanidad, el judío y siempre el judío”.
Aunque cuando arribó a Viena se declaró enemigo de los antisemitas, el autor se convirtió rápidamente en un maldiciente de los judíos. La evolución de una postura a otra no está aclarada en su obra y tampoco hay que darle demasiadas vueltas al asunto. Su ignorancia acerca de la raza que despreciaba es elocuente: “El judío jamás poseyó una cultura propia”. Ahora bien, considerando la declaración citada en el párrafo anterior, no es difícil dar con la razón de por qué Hitler se entregó al credo antijudío: la inseguridad social. Cuando no hablamos de personas derechamente limítrofes, la gran mayoría de los antisemitas son gente socialmente insegura.
A juzgar por lo dicho hasta ahora, ¿era Hitler a fines de los años 20 un sujeto que realmente carecía de valores? De ningún modo. Algunos de los valores que el autor defiende con trastabillante locuacidad son: la congruencia (“El futuro de un movimiento depende del fanatismo, y si se quiere, de la intolerancia con que sus adeptos sostengan su causa como la única justa y la impongan frente a otros movimientos de índole semejante”); el respeto por la individualidad (“No debe olvidarse que el valor de todo lo humano radica en el valor de la personalidad; que toda idea y que toda acción son el fruto de la capacidad creadora de un hombre y que, finalmente, la admiración por la grandeza de la personalidad representa no sólo un tributo de reconocimiento para ésta, sino también un vínculo que une a los que sienten gratitud hacia ella. La personalidad es irremplazable”); y el amor por la actividad física: “En particular, no puede prescindirse de un deporte que justamente ante los ojos de muchos que se dicen ‘racistas’ es rudo e indigno: el pugilato. Es increíble cuán erróneas son las opiniones difundidas al respecto en las esferas ‘cultas’, donde se considera natural y honorable que el joven aprenda esgrima y juegue a la espada, en tanto que al boxeo lo conceptúan como una torpeza”.
Mención aparte merece la admiración por el catolicismo del sujeto que se convertiría en Führer de los alemanes: “La Iglesia Católica debe servirnos de ejemplo, ya que a pesar de que su cuerpo doctrinal está en colisión en muchos puntos con el estudio de las ciencias exactas y la investigación, jamás se resigna a sacrificar ni un ápice del contenido de su doctrina. Con razón supo reconocer que su fuerza de resistencia no radica en adaptarse con más o menos habilidad a los resultados siempre variables de la investigación científica en el transcurso del tiempo, sino en un aferramiento inquebrantable a sus dogmas ya expuestos, que son los que le dan al conjunto el carácter de una fe. He ahí por qué la Iglesia Católica se mantiene hoy más firme que nunca”.
No obstante, como todo hay que decirlo, en Mi lucha también existen trances de una candidez conmovedora: “Espíritu y voluntad de sacrificio del individuo en pro de la colectividad. Que estas virtudes nada tienen en común con la economía fluye de la sencilla consideración de que el hombre jamás va hasta el sacrificio por esta última, es decir, que no se muere por negocios, pero sí por ideales”. Incluso hay situaciones que pueden estimular la compasión del lector sentimental: la infancia y juventud de Hitler fueron miserables; los inicios del movimiento nacionalsocialista estuvieron marcados por un patetismo desolador: “Recuerdo todavía cómo yo mismo en aquel primer tiempo distribuí un día personalmente en las respectivas casas ochenta de estas invitaciones, y recuerdo también cómo esperamos aquella noche la presencia de las ‘masas populares’ que debían venir. Con una hora de retraso, el ‘presidente’ se decidió al fin a inaugurar la ‘asamblea’. Otra vez no éramos más que siete, los siete de siempre”.
Pobre, confusa, tosca, delirante, violenta, vulgar, despojada del más mínimo atisbo de humor, así es la obra maestra de Adolf Hitler. Podríamos seguir enumerando por un buen rato adjetivos negativos para describirla aunque jamás llegaríamos a “peligrosa”. De hecho, el mejor escarmiento para aquellos cretinos que estiman que Mi lucha es un libro iluminador, mesiánico o trascendental, sería obligarlos a leerlo.