Recitales de Leonard Cohen en España

Prisa, angustia y ruido. Bocinas, humo y desasosiego. Más prisa, el teléfono escupe un mensaje y más allá se escucha el tono de otro que reclama con estridencia la atención de su propietario. Velocidad. Más velocidad. Entonces aparece un señor vestido de gris, sin corbata, con un sombrero Borsalino rematando su estampa. Era Leonard Cohen. Todo se paró entonces, el tiempo pareció detenerse y nada recordó la sociedad febril que quedaba fuera del recinto. Se obraba el milagro, lo en apariencia imposible. Varios miles de personas quedaron pendientes de su figura, la de un hombre casi octogenario que susurraba con una voz honda que parece nació para pronunciar sólo palabras sabias. Eran las 21.25 de la noche y el barcelonés Palau Sant Jordi fue testigo de este súbito enmudecimiento de la agitación exterior. Leonard Cohen iniciaba el primero de sus dos conciertos en España, lo asombroso se repetirá mañana en Madrid, y ayer hasta los relojes parecieron abandonar su metódico tic-tac. El maestro imponía respeto hasta a las maquinarias. Lo humano palpitó.

Sensación de pausa. Los telones que flanqueaban los laterales y cerraban por detrás el escenario recibieron una tonalidad uniforme que les dio presencia, la banda se situó y esa voz, la voz sabia, comenzó a desgranar Dance me to the end of love mientras su dueños miraba a Javier Mas atacando las cuerdas de su laúd, corazón acústico de la banda. Aplausos para que el silencio no fuese el único compañero de la letra. Cohen, enjuto, figura resecada por el tiempo, cerraba los ojos bajo el ala del sombrero y movía el cuerpo al compás cadencioso de la canción. Acabada ésta, primera ovación y runrún satisfecho de la audiencia que casi llenaba el recinto, toda ella sentada. Entonces Cohen habló para decir esas cosas que hasta Cohen dice cuando habla entre tema y tema, un “resulta un placer cantar para vosotros en Cataluña” que le dio un notable en geografía y un sobresaliente en complicidad. El placer comenzaba a inundar lentamente el Sant Jordi. Apenas habían pasado cinco minutos y toda la audiencia estaba sometida a la pausa.

Trece piezas más compusieron la primera parte de su largo recital. The future fue la segunda, y Cohen la utilizó para agacharse y dejar su cuerpo arrodillado como una vela recogida. Sobre la alfombra situada en el piso Cohen parecía orar mientras su letanía, grave y cálida, era aventada por un sonido excelente y matizado que favorecía la comprensión de las palabras y que transportó la transparencia del punteo de guitarra que abrió Bird on the wire entre la musitada satisfacción del público. De nuevo rodillas en tierra, en la lentitud ceremoniosa de la composición, Cohen cantó hasta que tras erguirse presentó a los primeros músicos de la banda. El laúd de Mas abrió Everybody knows y mantuvo su protagonismo en Who by fire, tema que Cohen ya cantó aferrado a su guitarra acústica.

Y todo fluyó poco a poco, sin prisa, dejando espacio a las estrofas, colocando ora aquí ora allá una entrada de teclado, como por ejemplo en la bluessy The darkness, pieza de su último trabajo; o bien un arreglo de violín para perfumar Hey, that’s no way to say goodbye, o esas voces del trío femenino de apoyo que abrieron Come healing y In my secret life. Cohen, como un buen amante, dando espacio a la caricia, cuidando el detalle. Y recordando los amores de antaño, piezas acunadas por la memoria como Sisters of mercy o Waiting for the miracle. Tras esta composición, Anthem, con solo de bandurria de Mas, cerró la primera parte. Cohen, sombrero en mano, presentó a toda la banda, agradeció la atención del respetable, acogió educado su bramido y marchó hacia el camerino. Había transcurrido hora y media y el público, que no había sido avisado, pensó que el concierto concluía. Javier Mas arregló el desaguisado y anunció quince minutos de descanso.

La segunda parte fue la que recogió el ramillete principal de clásicos del cantautor. Abrió con Tower of song y antes de que nadie la echara en falta sonó Suzanne. Suspiros y memoria se hermanaron entre un público de corte maduro que parecía haber esperado largamente un momento como ese. Incluso en primera fila, ¡oh viejas costumbres!, varios encendedores se prendieron como gesto de entrega y complacencia. Curiosamente, sin duda vinculado al perfil de la asistencia, apenas se percibieron los destellos de las pantallas de los móviles, una contaminación lumínica en todos los demás conciertos, un brillo ya integrado en el paisaje. Anoche ese brillo sólo recayó en un hombre de gris que cantaba canciones como The partisan, I’m your man, Hallelujah, Take this waltz, So long Marianne o Famous blue raincoat. Pedacitos de historia que en la noche de ayer se deslizaron con parsimonia ante la recogida atención del público, de un público que por espacio de unas tres horas olvidó las prisas y se refugió bajo el sombrero que vistió una voz pausada y grave empujada por años de sabiduría. Leonard Cohen.

 

FUENTE: diario El País

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