Por Avelina Lésper.
El proceso cognitivo del pensamiento abstracto nos permite la asimilación, interpretación y dominio de la realidad. Este pensamiento nos aleja de la literalidad, nos obliga a procesar y a implicar nuestra posición individual ante un todo que de otra forma nos tragaría y nos nulificaría como personas. La realidad es inabarcable y es gracias al proceso cognitivo de la abstracción que podemos separar un fragmento, exponerlo, desmenuzarlo, reinterpretarlo y darle sentido a la realidad misma. El arte es pensamiento abstracto.
De esta forma el ser humano pudo adueñarse de la realidad para un fin fundamental: darle su propio valor. Con el arte el individuo es el ser que le da sentido a la realidad y, además, tiene la libertad para decidir qué es lo real. Decide que sus emociones, que su interior más prohibido, las pesadillas, las perversiones, las ilusiones sean reales y que él posee el lenguaje y la capacidad para darles visibilidad y existencia dentro de las fronteras de papel, del lienzo, de la arcilla. El arte se convierte en el vehículo para crear una realidad paralela, y con esto surge la rebelión más grande a la que el ser humano tiene acceso: el arte cambia a la realidad. La destruye, la magnífica, la expande, la difama, la hace mejor o peor de lo que es. Dice Richter “Olvídense de los predicadores y los filósofos, los artistas son las personas más importantes en este mundo”. En un paisaje no está el terreno, está el aire de la atmósfera; en un retrato no está una persona, está el interior desnudo de una psique; y logra que la tragedia esté contenida en el color. La obra abstrae a la realidad y la trastoca, la hace suya.
Hasta que llegó la sumisión entreguista y cobarde del readymade; hasta que la retórica tomó por asalto al arte y un grupo de académicos sin capacidad creadora usurpó el lugar de los artistas y posicionó al objeto sin factura y sin pensamiento abstracto en un pedestal. El auto llamado artista medroso a la emancipación se puso de rodillas y claudicó ante la realidad, no pudo abstraerla y dejó de entenderla, se humilló ante el objeto de consumo prefabricado, plagió las obras de otros o las mandó hacer. Dejó de crear. Si quiere insultar imprime un letrero, si quiere denunciar interviene un periódico, abandonó al pensamiento abstracto para encubrir otro miedo: mostrarse a sí mismo a través de la obra.
Una mancha en el lienzo dice más que unos zapatos pegados, una pincelada furiosa dice más del ser humano que unos muebles desvencijados y un pato de goma gigante. El artista que es capaz de revelarse de la realidad reinventándola en la síntesis de un dibujo a tinta en blanco y negro, se muestra con cada obra, con cada decisión. Un grabado, una pintura dicen tanto de su creador que estremece estar frente a la intimidad expuesta, inquieta el valor, la audacia de alguien que expone a sí mismo. Colgar unos alambres enredados, intervenir animales disecados, o meter monedas en un frasco y llamarlo arte es someterse a la realidad, es la confortable oscuridad que evade del compromiso de descubrirse a través de la obra. Manifestarse, emanciparse a través de la creación es una misión ingrata, sin promesa de éxito, sin garantías de ningún tipo.
Estamos en la época de la comida prefabricada, del arte prefabricado, de los sabores artificiales, de los artistas artificiales ¿por qué ir en contra de eso? ¿Por qué no dejar que el arte sea pre hecho por las teorías y no por los artistas? Es más fácil dejarse llevar por el arrollador impulso de la mayoría, por el unificador grito de la masa y hacer arte obediente sin diferencias entre una obra u otra. Es una inmensa responsabilidad decidir cómo debe ser el mundo, inventar un lenguaje individual, único, alejado de la obviedad y la literalidad del arte enclavado y esclavizado en el estilo “contemporáneo”. Por eso lo más sensato es vivir en la tranquilidad de la obra sin implicaciones emocionales, racionales y emancipadoras. Conmover con un lienzo, marcar la realidad de otra persona con un dibujo, romper la tridimensionalidad espacial con un grabado, esa libertad, esa disyuntiva, es una carga que no pueden soportar los pusilánimes sobre sus frágiles hombros.