El cineasta estrena Django sin cadenas, su particular visión de la esclavitud en su país.
Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1963) entra en la habitación de un hotel de Nueva York y con él, el mejor cine de las últimas dos décadas. El director que rompió todas las reglas y revolucionó a los cinéfilos en los 90 con Perros de la calle y Pulp fiction ha conseguido en el siglo XXI, a punto de cumplir los 50, revolucionar también la taquilla.
Salvo por Death proof, Tarantino ha logrado convertirse en un cineasta taquillero: si Kill Bill 1 y 2 llevaron a conectar con el gran público, este le respondió y aplaudió Bastardos sin gloria. Tras este éxito, los estudios le dieron el apoyo y todo el dinero que pidió (más de 75 millones de euros) para rodar Django sin cadenas, darle una vuelta al western y hablar a gusto sobre el gran tema tabú en EE.UU.: la esclavitud. Y, además, hacerlo al estilo Tarantino: derrochando sangre, humor y diálogos frenéticos.
Entra con un café en la mano, el pelo despeinado y viste esmoquin, sin pajarita ni corbata, con la camisa abierta, como si fuera el fin de fiesta. Así lo siente Tarantino. Por fin presenta Django sin cadenas, su séptima película como director, que llevaba 10 años rumiando, los tres últimos de intenso trabajo y que postula al Oscar como mejor película. “Hace solo unas semanas que la he terminado, ahora por fin puedo descansar. Estoy deseando recuperar mi rutina: ver películas, estudiar cine, a mis directores, actores, escribir, reflexionar sobre ellos”.
En la presentación internacional en Nueva York, no quiere ahondar mucho más en el tema: preferiría irse en el momento alto de su carrera. Y hacer por fin un western es uno de esos momentos cumbre con los que siempre soñó. “Amo los westerns, pero sobre todo los spaghetti westerns. Pulp fiction para mí era un rock & roll western, Kill Bill tenía muchísimas influencias, y lo mismo en la primera secuencia de Bastardos sin gloria. Además siempre he usado sus músicas…”, cuenta con su habitual verborrea. “Con Django, la estética del spaghetti western y el universo de Sergio Corbucci [autor del Django original], me ayudaban a contar la historia, porque son como óperas violentas y casi surrealistas. Y en el sur de mi país en aquella época la violencia era tan fuerte que no podrías ni creerlo, parece surrealista visto ahora”.
La polémica
Al aplicar las reglas y la estética del western a una historia del EE.UU. sureño de esclavos y terratenientes, Tarantino clasificó su película como un southern en el que cuenta la historia de Django (Jamie Foxx), un esclavo negro rescatado por un cazador de recompensas, el Dr. King Schultz (Christoph Waltz). Juntos emprenden un viaje que acabará en casa de Calvin Candie, el sádico algodonero interpretado por Leonardo DiCaprio.
El primer villano que Tarantino odia en toda su filmografía, por cierto. Schultz va por el dinero, pero Django solo quiere rescatar a su mujer, Broomhilda (Kerry Washington), propiedad de Candie. Parece Kill Bill, pero no lo es. “Django no está en un viaje de venganza, esto es un viaje romántico. Su objetivo es rescatar a Broomhilda y ya después destrozar a los que se la quitaron. Yo quería que este viaje de un esclavo negro se pareciera al de un personaje mitológico, quería que este viaje de salvar a su princesa en la torre del malvado rey fuera la odisea de Django”.
Tarantino afirma que no tenía ninguna intención de revisitar la historia como hizo en Bastardos sin gloria. “Django ni siquiera está basada en un hecho real. Sí es verdad que estos personajes habrían sido víctimas según la historia, pero aquí los convierto en héroes. Esa es la diversión de la película”.
Sin embargo, convertir al esclavo en héroe no ha sido suficiente para los detractores de la película. Spike Lee y algunos periodistas lo acusan de abusar de la palabra “negro”, (nigger) y de no tomarse en serio el pasado de los afroamericanos. “La polémica existe porque la película se estrena, ¿pero quién se acordará de ella dentro de cuatro meses?”, pregunta. “La mayoría de los países tiene episodios terribles en su pasado y se han enfrentado a ellos para superarlos. Desde que se abolió la esclavitud, EE.UU. ha evitado el dolor de encarar y afrontar aquella época. Esto lo he experimentado mientras hacíamos la película. Y no solo entre la gente blanca, la población negra tampoco ha querido enfrentarse a la verdad de lo que fue. Por eso hay tan pocas películas sobre el tema”.
Dice que su intención no fue abrir un debate, pero se muestra bastante satisfecho de haberlo logrado. “Hablar del tema quizá nos llevaría a todos como nación a un sitio diferente. Es la razón por la que muchos actores entraron en la película [Jamie Foxx o Samuel L. Jackson, por ejemplo]: este filme podría ser importante para generaciones futuras que no tengan miedo de hablar de la esclavitud”, se explaya.
Pensando justo en la audiencia, no ha quitado ni un “negro” de la boca de sus personajes, aunque ha tenido que controlarse en su característica explosión de violencia. “Nunca me han afectado las críticas ni he tenido miedo de hacer lo que yo creía que tenía que hacer, pero con Django necesité hacer varios pases con distintos públicos para encontrar el equilibrio entre todos los tonos de la película. Y me di cuenta de que, en concreto, en la lucha de los mandingo o en la de los perros, yo podía soportar algo mucho más violento, pero al público le dejaba traumatizado. Preferí sacrificar eso a cambio de lo que busco. Quiero que todo el mundo, y no solo el público estadounidense, tenga una idea de lo que fue aquella época y grite y aplauda con Django al final”.