Ultimos años de Manuel Namuncurá

El presbítero Antonio Ballari, en un artículo titulado “Ceferino Namuncurá”, en el libro “Jefes de fila de la juventud del siglo XX”, expresa que el gobierno le cedió al cacique Namuncurá “algunas leguas de tierra, 40.000 pesos fuertes, 4.600 vacas, 6.000 yeguas y 100 bueyes de labranza, prendas de plata, armas, uniformes, yerba, jabón, sal, azúcar, tabacos y el título y sueldo de coronel argentino”. En 1897, ya instalado Namuncurá en las tierras que el gobierno le había cedido, nace en él, con una intensidad poco común en los hombres de su raza, el deseo de que su gente se cristianice. Decidido a ello, se dirige a Viedma, donde conoce a monseñor Cagliero, vicario de la Patagonia, y le pide misioneros fijos para la zona ocupada por la tribu.

Uno de los hijos; Ceferino, el más pequeño, impresiona al sacerdote por su carácter dulce y apacible, y viendo éste en el indiecito condiciones y aptitudes para influir con una mayor cultura intelectual y religiosa en el ambiente indígena, insta al padre a que se lo entregue, a fin de poder llevárselo a Buenos Aires y hacerlo estudiar en uno de los colegios salesianos.

El “tigre del desierto” sintió que el corazón se le oprimía. La separación del menor de sus vástagos, quizá por ser el que había nacido en los días de infortunio, le hacía repetir: “¡No, no me lo lleven!”. Pero ese cacique, que más de una vez había formado con sus lanceros un cordón irrompible contra la civilización, cede ante el pedido suplicante del párvulo, quien le decía que lo dejara ir a Buenos Aires, para instruirse y educarse y así poder ayudar aliviando el quebranto económico de la familia. Namuncurá reflexiona y recuerda lo que le había dicho en su visita monseñor Cagliero, y al fin se resuelve a llevar al niño a la metrópoli.

El viaje es causa de grandes preparativos. Designa para que lo acompañen a otros dos hijos, además de Ceferino. Próxima a la toldería se ve la galera con sus caballos impacientes por partir hacia la estación.

Cuando se supo en Buenos Aires que en un tren del Ferrocarril Sud (luego Roca) llegaba el gran cacique, la noticia cundió rápidamente por la ciudad, y la gente se agolpó en el andén. Entre los presentes había un grupo de hombres que por el rostro bronceado, la cabellera negra y los ojos vidriosos se distinguían del resto. Eran cincuenta indios cautivos de guerra, ya libres, que, encabezados por Antonio Rey, deseaban ver a su jefe, a quien ovacionaron insistentemente demostrándole una vez más su lealtad.

Pero si grandes eran los homenajes al padre, no lo fueron menos los hechos al hijo, quien manifestó que venía “a estudiar para bien de su raza”. Electrizante resultó ese momento para sus congéneres. Como movidos por un resorte, alzaron los brazos al cielo aplaudiendo jubilosos y preguntándose: “¿Qué llegará a ser este chico?” Para colocar a Ceferino en un colegio, Garrón de Piedra (Manuel Namuncurá) se dirigió al ministro de Guerra, general Luis María Campos, con estas palabras: “Vengo a decirle, señor ministro, que quiero educar a mi hijo y a un nieto. Toda mi intención es que sean civilizados, buenos argentinos, para enseñar lo que aprendan a su tribu”.

El ministro le contestó: “Bueno, con mucho gusto le asignamos beca para que ingrese en el taller de marina”. Este funcionaba entonces en Tigre.

El cacique mostraba su satisfacción por las aptitudes del hijo, y, aprovechando que se encontraba en la gran capital, visitaba a sus viejas amistades del Buenos Aires que otrora lo había visto pasear asombrado por sus calles.

Varias veces fue a ver a Ceferino en el taller. Un día notó en su mirada un algo de tristeza. Lo interrogó, y como éste rompiera a llorar sin explicarle la causa, recurrió nuevamente al Dr. Sáenz Peña, en su casa particular, de la calle Moreno.

Apenas fue anunciada la visita de Namuncurá, don Luis lo hizo entrar. Después de los saludos, el cacique manifestó que había traído a Buenos Aires a su hijo para educarlo. Al requerir Sáenz Peña la presencia del chico, le informa que estaba en el Tigre, en la escuela que le había asignado el señor ministro. “¿Y cómo se halla? ¿Le gusta la escuela?” Namuncurá dice: “No, señor; no está conforme; no sé cómo hacer con la criatura, si sacarla o dejarla, porque no quiere oficio de carpintero. Para eso lo hubiera ocupado con cualquier extranjero, si era para el oficio, y no lo hubiera confiado al gobierno”.

Sáenz Peña quedó pensativo y meneando la cabeza. “¿Y qué desea usted de mí, don Manuel? Yo estoy para servirle en cuanto pueda, como amigo, como se lo prometí cuando era presidente. Si cree que puedo serle útil, dígalo con toda libertad y confianza”.

Don Manuel contesta: “Bueno, doctor; yo voy a sacar a mi hijo y se lo voy a traer y se lo voy a recomendar mucho; porque para eso lo he traído a mi hijo, para que después sea útil a su raza”.

Doctor Sáenz Peña: “Muy bien, don Manuel. Lo voy a recomendar a los padres salesianos, Estos hombres siempre se han preocupado del bien de los indígenas”.

“Traigo dos, repuso el cacique, un hijo y un nieto”. Sáenz Peña replica: “Me voy a encargar tan sólo de uno, del hijo, por ser hijo de los primeros jefes de la pampa. Yo he tenido oportunidad de tener a mi servicio indígenas que me han querido dar los jefes expedicionarios; pero nunca he querido aceptar. Para mí sería rebajarme, tener entre mi servidumbre un hijo de los nativos de estas tierras. De tomarlo a su nieto debería sentarlo a comer donde comen mis hijos”. Y diciendo así llevó su mano al corazón; tenía lágrimas en los ojos. “Alguien podrá recomendarlo a otros como hago por tu hijo”. La señora de Sáenz Peña le indicó al cacique que la señora de Pellegrini podría hacer mucho por el otro chico. Eran como las tres o cuatro de la tarde, día como de invierno.

El Dr. Sáenz Peña probablemente juzgó más digno y conveniente que el niño se dedicara sólo al estudio, pues demostraba interés por aprender y una inteligencia vivaz y clara. Para ello lo internó en el colegio “Pío IX”, dándole una tarjeta de presentación para el P. José Vespignani, fechada el 14 de setiembre de 1897, con gran satisfacción para el cacique, pues conocía a los salesianos a través de sus amigos monseñor Cagliero, Milanesio y otros. El 20 de dicho mes Ceferino ingresaba en el colegio. En varias ocasiones el mismo ex presidente fue a informarse sobre el aprovechamiento de Ceferino y sobre el estado de la familia y de la tribu.

Los condiscípulos miraban con curiosidad al padre del nuevo colegial. José Allieno dice del primero: “Su aspecto era de un guerrero bajo, piernas encorvadas por el uso constante del caballo, tez bronceada, bigote muy escaso y vista penetrante a pesar de sus años”. El padre Virgilio Zanetti expresa que en las visitas que periódicamente realizaba el cacique, “nunca se notaron entre padre e hijo melindres, caricias o muestras de afecto desmedidas, aunque nadie dudaba del afecto que los vinculaba. Pocas palabras, unas sonrisas francas, pero eso sí, siempre en compañía el uno del otro. El cacique con su vistoso traje de coronel, sus charreteras y sus guantes blancos, procuraba llevar con apostura su uniforme. Recuerdo cómo en un festival que se realizaba, yo me encontraba con otros compañeros detrás del cacique, cuando a éste se le ocurrió sacarse los guantes. “¡Ay! ¡Qué manos peludas!”, se le escapó a uno. “Parece un mono”, susurró otro, y muchos esfuerzos nos costó reprimir la risa. A pesar del aspecto un tanto terrorífico y de sus modales secos, nos había caído en gracia, porque le gustaba estar entre los niños. Nos quería. No ya que fuera hombres de muchas palabras. Todo lo arreglaba con su sonrisa bonachona, sobre todo si se hallaba en compañía de algún misionero conocido. El mismo se quejaba de que su tribu había perdido sus buenas cualidades de antaño, debido a los blancos que en ella habían introducido la bebida y el vicio.

El padre Luis Cencio lo recuerda así: “Fue tanta la impresión recibida, así de la mirada y apostura del valiente y temible cacique como de la delicadeza, discreción y amabilidad de Ceferino, que después de cuarenta años tengo a los dos tan presentes como si los hubiera visto hace pocos días. Cuenta el padre Luis J. Pedemonte que en una ocasión en que Namuncurá visitó al niño hallándose presente monseñor Cagliero, el cacique fue saludado por la banda del colegio e invitado a compartir la mesa de la comunidad, y que con “el traje de coronel, se paseaba por los amplios pórticos llevando de la mano a su vástago”.

En el cuartel del 8 de Línea estaba su otro hijo Juan Manuel, que era ya teniente de infantería. Un día Garrón de Piedra recibe la noticia de que “el teniente”, como él solía llamarle, después de haber experimentado una leve mejoría en la enfermedad que lo había postrado durante casi un mes en el hospital militar, se encontraba grave, casi moribundo. No vacila un instante en correr hacia el lecho del tuberculoso, pero desgraciadamente llega tarde. El velatorio se llevó a cabo en el mismo cuartel, donde fueron apostados guardias de honor. Namuncurá, acompañado por los hijos presentes en Buenos Aires, veló toda la noche el cadáver, demostrando cuánto le afectaba la desgracia. ¡El también era padre!

Corría el año 1901. El cacique vivía junto a los restos de su tribu, pensando en el hijo que había muerto vistiendo el uniforme de oficial del ejército argentino. De pronto, en la soledad del Neuquén, un jinete echa pie a tierra y le informa que Ceferino se encontraba en el colegio salesiano de Viedma. Allí había sido llevado por monseñor Cagliero para que se repusiera de su salud algo delicada.

Namuncurá siente la atracción del hijo, el más pequeño, acaso el más inteligente, y se dirige a verlo, comprobando de visu que se repone con rapidez y que su educación e instrucción son un exponente del progreso alcanzado en los estudios, y regresa a su toldería, para volver a verlo de tiempo en tiempo. A pesar de los años, no vacila en saltar a la galera y recorrer sus antiguos dominios, por rastrilladas que a cada paso muestran esqueletos de los hombres de su raza.

En 1902, en los tranquilos y solitarios parajes del Aluminé, ve llegar a un sacerdote que, procedente de Junín de los Andes, después de cruzar el río Chimehuín con tres soldados del 3 de Caballería, que guarnecía el fortín, se acerca. Es el amigo monseñor Cagliero, a quien recibe rodeado de su familia y de los pocos capitanejos que le quedaban a la tribu (Boletín Salesiano, agosto de 1903).

Tal visita en esas soledades fue el gran acontecimiento del año. El cacique convocó un parlamento como lo había hecho en aquellos tiempos en que era dueño y señor de las pampas. Pero en esta asamblea hubo algo que difirió de las anteriores, y fue que antes de comenzar la ceremonia; Namuncurá se puso de pie “y por medio de un intérprete dio gracias al Señor por la visita hecha a él, a su familia y a su gente”. Luego dijo rompiendo el silencio: “Yo muy contento. Yo vivir cristiano; mi familia también; yo buen argentino y mi gente queriendo ser cristianos todos”. Acto seguido, la tribu se dispersó y monseñor Cagliero junto con Namuncurá se dirigió a la capilla, donde habló al sacerdote.

Los padres Milanesio y Genghini, que acompañaban a éste, explicaron catecismo a la tribu, hablando en araucano, al mismo tiempo que él le enseñaba también al gran cacique los misterios de la doctrina evangélica.

Dice el misionero P. D. Juan Beraldi con motivo de la visita del vicario: “Como le hiciese observar que la religión católica, como asimismo la ley civil, no permiten nada más que una sola mujer, y por lo tanto era necesario dejar la poligamia, obtuvo del cacique la siguiente respuesta:

“Yo, señor, casado bien en Roca ante iglesia y oficial civil. Yo tener tres mujeres, una muerta; otra vieja, muy buena la pobre, muy buena y enferma. Yo ahora vivir solo con mi Ignacia. Yo conocer ley cristiana; yo saber ley argentina; yo dejar costumbre paisana. Mi hijo una sola mujer, mis hermanos una sola mujer y casarse bien ahora presente señor obispo.

“Viendo tan hermosas disposiciones y tan buena voluntad, monseñor llevó al viejo rey de la pampa a una humilde cabaña, confesándolo y preparándolo para recibir el santo crisma.

“El día 25 de marzo el viejo cacique, acompañado por su familia, por los indios y muchos cristianos, se encamina procesionalmente al rancho convertido entonces en catedral, donde monseñor, revestido con los sagrados pero pobres ornamentos y asistido por dos sacerdotes, celebra el santo sacrificio.

“Por la estrechez del local los indios deben acomodarse a la buena, y quiénes de rodillas y quiénes de pie, repiten con el misionero los misterios de la fe y la oración preparatoria al acto más sublime de la vida, como es el de la primera comunión.

“Namuncurá, el fiero y temido cacique, asiste atento y devoto a la santa misa. Niños y niñas, padres y madres, jóvenes y viejos le forman corona y, como él, reciben por primera vez y de las manos de su excelencia el pan de vida eterna.

“Concluida la sagrada función, Namuncurá acompaña a monseñor junto al fuego de la cocina común, para el desayuno, el cual consiste en el indispensable mate con algunos bizcochos azucarados fritos en grasa que había preparado anteriormente la hija mayor del cacique. El anciano rey de la pampa, rodeado por los capitanejos y sentado sobre un viejo cajón, tiene en la mano izquierda el mate y, oprimiendo con su diestra las manos de monseñor, no sabe como expresar la alegría que lo embarga; y besando el anillo episcopal no cesa de repetir:

“Yo, señor, viejo y morir; morir mi gente también. Yo no tener campo santo; pido favor, bendición, cementerio. Yo no quiero mí sepultar cementerio. Pido favor, señor obispo, pido favor.

“Monseñor accedió con el mayor gusto y encargó al padre Milanesio y a un hijo del cacique para que hicieran erigir muy presto una gran cruz a los pies de la colina, como precioso recuerdo de la misión y como lugar sagrado para el cementerio”.

A propósito de los hijos de Garrón de Piedra, véase la declaración hecha por él mismo con motivo del casamiento a que se hace referencia en la cita precedente:

“Ante el jefe del registro civil de General Roca, Río Negro, don Alberto Lizarraga, acta Nº 2, el doce de febrero de mil novecientos, don Manuel Namuncurá, que desposaba a Ignacia Rañil, declaró haber tenido anteriormente los siguientes hijos naturales: Juan, de 56 años; Juana, de 28; Vicente, de 25; Julián, de 24; Clarisa, de 14; nacidos en Salinas Grandes; don Ceferino, de 13 años; Alfredo, de 10; Clarisa Segunda, de 8; Ignacio, de 5; Aníbal, de 4; y Fermina, de 3, nacidos en Choele Choel. Firman como testigos del acto Tomás Cueto y Cayetano Domínguez”.

En ocasión de la visita al cacique, solicitó monseñor Cagliero que dejase a Ceferino ir a Roma para cursar los estudios eclesiásticos, lo que fue concedido, y en junio de 1904 partió el muchacho rumbo a Europa, donde recibió del papa Pío X la bendición para su padre y su tribu, brindándole un poncho de vicuña y un quillango aborígenes.

Al año siguiente muere tuberculoso en la Ciudad Eterna, y es enterrado en el cementerio general de Campo Verano el 13 de mayo, en el recuadro 28, fila 20. Su tumba se reconocía por una cruz de madera provista de una placa de latón con la inscripción siguiente:”Zefferino Namuncurá, d’anni 18, morto a Roma il 11 Maggio 1905”. En 1924 sus restos fueron repatriados, hoy descansan en Fortín Mercedes.

La noticia le fue dada a Namuncurá en Buenos Aires por el Rdo. Padre Valentín Bonetti, director del colegio Pío IX, donde el cacique estaba de visita para agradecer a la institución salesiana todo lo que había hecho en beneficio de su hijo. Gracias a la fortaleza espiritual ya adquirida como consecuencia de su educación cristiana de los últimos tiempos, pudo dominar su dolor. Invitado a almorzar por la comunidad, se dirigió a ella a los postres con frases breves, concisas y enérgicas, traducidas así por un hijo suyo que hacía de lenguaraz:

“El cacique, mi padre, ha dicho que ha recibido con pena la noticia dolorosa del fallecimiento en Roma de su querido Ceferino; que acata los designios de Dios. Que toda la vida quedará agradecido a su gran amigo el obispo Cagliero, por los beneficios que siempre hizo a su persona, a la gente de su tribu, y especialmente por las atenciones dispensadas a su hijo Ceferino, llevándolo a estudiar a Roma. Y que su agradecimiento se extendía a toda la institución salesiana”.

A pedido de la Junta de Cooperadoras – Obra de Don Bosco en la Patagonia Septentrional, el Consejo Nacional de Educación dio el 22 de junio de 1945 el nombre de “Ceferino Manuel Namuncurá” a la escuela Nº 59 sita en Chimpay, Río Negro, lugar de su nacimiento.

En la soledad del valle Aluminé, en aquel apartado rincón de San Ignacio, cuando la nieve caía con más intensidad que nunca, el cacique, sentado junto al rancho y con la mirada fija en los picachos andinos, al igual que su padre, reconstruía su vida agitada y misteriosa. Su físico iba debilitándose rápidamente; su vista había dejado de ser como la del águila; ya no tenía la agilidad del “nahuel”; aquel espíritu, antes tan despierto, dormitaba ahora y vivía de recuerdos. En sus últimos días manda al director de La Prensa una interesante nota escrita en que recomienda con agradecimiento a su propio hijo Julián, a su ex secretario Eduardo Romero Pachman y al farmacéutico que lo atendió, señor Sánchez.

El ex rey de la pampa, casi centenario, termina sus días junto a los de su raza. Su hijo Julián, de 64 años, envía al ministro de Guerra el siguiente telegrama:

“1º de agosto de 1908. Me es doloroso comunicar a S. E. el fallecimiento de mi señor padre D. Manuel Namuncurá, acaecido el día 31 de julio a las 11.30 de la mañana a la edad de 97 años. Después de haber sufrido algunas alternativas en su enfermedad, falleció repentinamente. Quedando a sus órdenes, salido a S. E. con mi consideración más distinguida. Julián Namuncurá”.

Se le contestó: “Buenos Aires, 3 de agosto de 1908. Telegrama urgente. Julián Namuncurá. Piedra del Aguila. Recibí su telegrama y envíole sentido pésame”. Firma ilegible.

El P. Zacarías Genghini escribió en los “Testimonios”: “No se suponía su muerte tan próxima. Le trajeron a Junín acompañado por la mayor parte de la tribu, ya hombres como mujeres. Obtenido con anticipación el permiso correspondiente, lo velaron esa noche en la comisaría local. El día siguiente fue de lluvia y nevisca. Esto no quitó que toda la paisanada acompañara el cadáver a la iglesia, rezándole, por el superior (Domingo Milanesio) una misa de cuerpo presente. Fue llevado al cementerio, siguiéndole toda su gente y el sacerdote que escribe, con la cruz y el clero. Antes de ponerlo en la tumba el celebrante lo despidió con muy pocas palabras, porque nevaba ya, como sabe hacerlo el invierno en la cordillera. Usando su palabra “sepelio imponentísimo”, lo fue realmente por el concurso general de toda su tribu, por el número crecido de pobladores de Junín, por la escolta de cuatro gendarmes y el afán con que los acompañantes querían llevarlo (pues en aquel entonces no había coche fúnebre).

Su hijo Alfredo Namuncurá, de 54 años, casado, con instrucción, y cacique de la tribu, que habita en el paraje denominado San Ignacio, departamento de Colloncurá, dijo que “fue sepultado en el antiguo cementerio de Junín de los Andes, pero posteriormente la comisión de fomento de esa localidad, no se recuerda la fecha, comunicó a todas las personas que tuvieran deudos en dicho cementerio, debían proceder a extraerlos a los efectos de construir uno nuevo que se encontraba más alejado de la población”, y que “con personal a sus órdenes procedió a dar cumplimiento a lo dispuesto por la comisión de referencia, pero, a pesar de haber efectuado siete y ocho excavaciones, no pudo dar con los restos de su señor padre, por lo que le es posible afirmar al compareciente que los mismos en la actualidad deben encontrarse en el lugar mencionado.

El tal cementerio se encontraba en la parte sudoeste de la localidad. He aquí el acta de sepelio: “Hoy, 3 de agosto de 1908, se dio sepultura al cadáver del finado Manuel Namuncurá, de 97 años de edad, hijo de Juan Calfucurá y de Juana Pitiley. No recibió los sacramentos. Conste. Junín de los Andes, agosto 3 de 1908. P. Zacarías Genghini, Tte. cura”.

Así desaparece de la tierra este arquetipo de su raza. Alejado del país que lo vio nacer, quizás estuvo unido a él en pensamiento hasta su muerte. La transformación que había experimentado en los tres últimos lustros de su vida no es fácil comprenderla si no se tiene en cuenta el ambiente, la época y las horas de dolor vividas después del apogeo.

Al bajar al sepulcro él también pudo afirmar como Horacio: “Non omnis moriar”. El 24 de diciembre de 1933, el Honorable Consejo Deliberante de Buenos Aires resuelve: “Denomínase Namuncurá a la vía pública que va de Baigorria a Santo Tomé, entre Bermúdez y Cervantes”. La hidalga ciudad. Olvidando el sangriento pasado, rendía de esta manera honores a quien tantas zozobras y sobresaltos le había causado. Entre dos ramales paralelos de la sierra Lihué Calel existe un valle de 10 km de largo por unos 100 a 400 m. de ancho que perpetúa su nombre. En el mapa de la República Argentina compilado por el Instituto Geográfico Militar en 1937, figura otro valle de su nombre al sur de Catan Lil y La Blanca, y al norte de La Verde y San Ignacio, en Neuquén.

Por último, desde 1946, en una de las vidrieras policromas del templo gótico de la avenida Costanera, catedral de San Carlos de Bariloche, Río Negro, aparece Manuel Namuncurá con su original uniforme militar, y en otra, su hijo Ceferino, muerto en santidad. Padre e hijo pervivirán aromados por el incienso de las ceremonias litúrgicas, impetratorias de la gracia eterna.

Fuente:

http://www.revisionistas.com.ar/?p=6829

 

 

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