Vargas Llosa, Kandinsky y el artista fatalista

En la farragosa descarga de lecturas que acumulan los diarios hay pocos bocados tan exquisitos como las notas de Mario Vargas Llosa. Su mirada lúcida y penetrante, nunca refrenada por las fórmulas timoratas que circulan bajo el rótulo de lo políticamente correcto, se suma a la claridad de un lenguaje vigoroso y expresivo para alumbrar textos rebosantes de inteligencia y sentido común. Esas cualidades, tan necesarias y valiosas en cualquier disciplina, se convierten en un tesoro inestimable cuando arribamos al irracionalismo del arte actual, cuya irrisoria pretensión de que cualquier objeto trasladado al museo se convierte en un objeto de arte disfruta del aplauso acrítico y casi unánime de los medios de prensa.

La contundente lucidez de Vargas Llosa aflora una vez más en la nota publicada en el diario El País (15/06/2012) con el título de “El honesto embaucador”, donde formula su juicio sobre un famoso artista británico:

“No creo que nunca en la historia del arte haya habido nadie como Damien Hirst, desprovisto del más elemental talento y originalidad, que, en vez de disimular esta condición, la exhibe en todo lo que hace con perfecta desfachatez”.

“Uno de sus méritos –agrega el escritor peruano- es haber demostrado que en nuestra época se puede ser un artista, incluso de gran prestigio, sin demostrar destreza alguna en lo que se refiere a pintar o esculpir, simplemente haciendo lo que todavía no se ha hecho, y procurando que haya en esto algo novedoso y llamativo, que, sin significar ruptura o rechazo radical de una tradición, lo parezca. Cuando Hirst habla de los pintores que, cree, han ejercido una influencia sobre él, como Sol LeWitt o Naum Gabo, e incluso Francis Bacon, no se refiere para nada a sus méritos estrictamente plásticos, sino a sus actitudes y posturas, a que añadieron al territorio del arte lo que antes de ellos no era ni podía ser considerado “artístico”.

Las observaciones venían a cuento de la gran retrospectiva del artista británico realizada en la Tate Modern, cuya visita también le inspiró a Vargas Llosa las siguientes reflexiones:

“La exposición misma no tenía mayor interés –escribe-, salvo desde el punto de vista sociológico, pues resultaba sumamente instructivo espiar las reacciones de los visitantes ante los objetos que la poblaban. La mayor parte hacía un esfuerzo visible por descubrir, detrás o dentro de los anaqueles atiborrados de remedios, pinzas, tijeras, espátulas, guantes elásticos, órganos en yeso, o en las bolitas y globos suspendidos en el aire por el soplido de una secadora de pelo o el ventilador de una caja de colores chillones, la idea, la razón, la propuesta intelectual o estética, el misterio que confiriese a semejantes materiales algo que justificara la admiración, el respeto, o, por lo menos, la curiosidad del público”.

La referencia de Vargas Llosa al “esfuerzo visible” que hacían los visitantes para descubrir “la idea, la razón, la propuesta intelectual o estética, el misterio” que suponían oculto en las cosas expuestas nos remite al intrigante fenómeno de la credulidad humana, ligado a la intuición de que existe un verdadero y secreto sentido de la existencia todavía por descubrir.

Arthur Koestler recuerda en su Autobiografía que a los diez u once años tenía la absoluta y esperanzada certeza de que muchos adultos conocían el propósito oculto de la existencia, y que también él llegaría a conocerlo, para proyectar su vida como una flecha en el azul.

Por su parte, desde fines del siglo XIX hasta bien avanzado el XX, madame Blavatzky alcanzó una enorme influencia con su tratado de ocultismo, metafísica, teosofía, parapsicología y esoterismo titulado “La doctrina secreta”, basado en un supuesto manuscrito arcaico llamado «Libro de Dzyan», que incluiría registros de toda la evolución de la humanidad en un idioma desconocido llamado Senzar.

Pero el intérprete más agudo de la misteriosa seducción ejercida por un presunto conocimiento secreto fue el rumano Mircea Eliade en su libro “Mito y realidad”: “En el fondo, la fascinación por la dificultad, es decir, la incomprensibilidad de las obras de arte, traiciona la necesidad de descubrir un nuevo sentido secreto, desconocido hasta ahora, del mundo y de la existencia humana. Se sueña con ser un “iniciado”, con llegar a penetrar el sentido oculto de todas esas destrucciones de lenguajes artísticos, de todas esas experiencias “originales”, que parecen, a primera vista, no tener nada en común con el arte. Los anuncios publicitarios rasgados, las telas vacías, quemadas o tajeadas con un cuchillo, los espectáculos improvisados en que se sacan a suerte las réplicas de los actores, todo esto debe tener una significación, al igual que ciertas palabras incomprensibles de Finnegan’s Wake se revelan, para los iniciados, provistas de múltiples valores y de una extraña belleza cuando se descubre que derivan de vocablos neogriegos o svahili , desfigurados por consonantes aberrantes y enriquecidos por alusiones secretas a posibles juegos de palabras cuando se pronuncian rápidamente en voz alta”.

No por casualidad, Mondrian y Kandinsky, los creadores y teóricos más notables del arte abstracto, estaban profundamente interesados en las ideas teosóficas y antroposóficas de Helena Blavatzky y Rudolf Steiner, entendidas como la verdad fundamental que subyace detrás de doctrinas y rituales en todas las religiones del mundo; como observa Eliade, la creencia en una realidad esencial oculta tras las apariencias sostiene la falsa sensación de racionalidad que tantas personas crédulas le atribuyen al conceptualismo y al arte abstracto.

El fatalismo, opuesto a la credulidad

En el tono apocalíptico de Kandinsky cuando invoca a “los corazones desesperados y envueltos en tinieblas y noche” reverbera la sed de lo invisible y lo inmaterial. De los paisajes, naturalezas muertas y retratos hechos para que los expertos admiren la factura, o para que los paladeen “como se paladea una empanada”, mientras los contemplan “con ojos fríos y espíritu indiferente”, extrae la certeza que lo guiará hacia lo desconocido y la resume en una fórmula definitiva: “las almas hambrientas se van hambrientas”.

Deslumbrado por la intuición de lo sobrenatural y hastiado del arte «imitativo y materialista», cuyo exceso de realismo levantaba torpes diques a la imaginación, Kandinsky proyectó su sed de absoluto en el ámbito sobrenatural del espiritismo y el espiritualismo.

Era una época propicia.

En el venturoso 1910, cuando Kandinsky escribió “De lo espiritual en el arte”, la sociedad teosófica creada por madame Blavatsky preparaba a la Humanidad para recibir el mensaje del nuevo emisario de la Verdad Eterna, y su profecía brillaba como el diamante más codiciado: “en el siglo XXI la tierra será un cielo, comparada con lo que ahora es”.

No hay que ser demasiado severo con la gente demasiado crédula y demasiado proclive a los desbordes de la ilusión. Cuando se las mira objetivamente, las condiciones reales de la existencia pueden ser un peso demasiado difícil de soportar. A poco de nacer, la aterradora invasión de lo fatal se va abriendo camino en nuestro espíritu, y a partir de ese momento nos pasamos la vida suspendidos entre la resignación y la negación, tratando de metabolizar las mil formas de la fatalidad.

Fatal es estar obligados a lidiar con la certeza de que estamos esclavizados a nuestra época, tan imposibilitados de viajar al pasado como de extender el término de nuestra vida; fatal es saber que estamos condenados a muerte y que la existencia nos impone una agobiante cadena de fatalidades cotidianas: nos guste o no nos guste, tenemos que afinar el ingenio y engrosar los músculos para no terminar en la calle, enfrentar enfermedades y pérdidas, tropezar contra mil obstáculos, soportar a demasiada gente indeseable, remontar la cadena de ilusiones y desilusiones amorosas, políticas y personales, luchar contra nuestras imposibilidades, fallas de carácter y falta de talento, y todo ello mientras asistimos a la erosión incesante del tiempo, que minuto a minuto y día tras día nos empuja hacia el abismo junto con todo nuestro mundo.

Con semejante panorama, que una gran porción de humanidad sea demasiado crédula y demasiado inclinada a concebir falsas ilusiones, es un hecho comprensible y perfectamente natural. No se puede evitar que la imaginación de las personas de buen corazón sueñe con un mundo justo, poblado de seres solidarios y angelicales, y que los espíritus refinados y sedientos de espiritualidad aspiren a crear un arte nuevo, un adelanto del futuro, que sólo podrá ser maravillosamente espiritual.

Pero otro sector de la humanidad lleva el fatalismo impreso en el adn.

Los fatalistas tienden a optar por la resignación, aceptan sus límites y los límites ajenos, se fijan objetivos mesurados, miran de cara a la muerte para saborear con más intensidad los breves placeres de la vida, descreen de lo sobrenatural, y cuando incursionan en las artes plásticas, desoyen los llamados de Kandinsky y se encogen de hombros antes las irreales epifanías que sólo existen en la tornadiza nebulosa de las palabras.

Si le dicen que ya no se puede pintar retratos, paisajes o naturalezas muertas porque el espíritu de la época demanda tiburones, videos o mingitorios, el artista fatalista se encoge de hombros y vuelve la mirada hacia las resplandecientes imágenes que admira y atesora en la memoria… todas ellas comprensibles y diestramente pintadas a lo largo de muchos siglos, pero tan conmovedoras como en el momento en que fueron creadas.

 

Por Daniel Pérez

http://arteytextos.blogspot.com.ar/2012/06/vargas-llosa-kandinsky-y-el-artista.html

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